Dicen
que más allá,
pasados los días eternos
donde la lluvia es hielo
y la bruma es sombra;
nacen fugaces
estrellas
de dolor
y de soledad.
Dicen
que no hay ojos que aprecien
en la tierra de los nietos de Adán
tal destello
de inocencia,
de miedo
y de olvido.
Dicen
que alzan la vista al cielo
buscando gloria,
buscando paz,
buscando vida,
buscando.
Dicen
que quedan
las estrellas caídas
en desesperación,
por azar o por debilidad,
pudriéndose
en la sal.
Dicen
que se tornan en carcasas
y se entierran hondo
en túmulos sin nombre,
y se olvidan sus caras
para perderse
y no encontrarse
en la inmensidad
de los días venideros.
1 de junio de 2015
10 de marzo de 2015
El pájaro.
Hoy cuando volvía de la facultad por la avenida de los castros, además de un sol increíble, soplaba un viento considerable. No era nada importante, era una corriente leve para cualquiera, nada que ver con esas ventoladas que te permiten creerte Michel Jackson en Smooth Criminal cara al viento. Sin embargo, cuando me paré en un cruce de peatones a la espera de que el semáforo me dejase pasar (o más bien a que dejasen de pasar coches, porque aquí los semáforos parecen el decorado de una película) vi una escena un tanto curiosa.
Un pequeño pájaro -qué se yo si gorrión o golondrina-, se encontraba volando a contra viento. Algo trivial, sin duda, pero que me llamó la atención pues mi plumífero amigo parecía encontrarse en la ingravidez. No parecía volar, sino levitar en un punto fijo en las tres dimensiones espaciales; y su cuerpo no se inmutaba ni un milímetro mientras batía las alas con esmero. Era sorprendente cómo se mantenía inmóvil en el aire, en un baile hipnótico entre el viento, sus alas y las leyes de la física (y de la termodinámica, por supuesto).
Y esta imagen me dio que pensar. Porque aquí nuestro danzarín de las corrientes ni avanzaba ni retrocedía, sino que se mantenía estable. Sin embargo, para mantenerse estable necesitaba batir sus alas con gran fuerza. La lógica más básica me hacía pensar que para mantenerse inmóvil y estable debiese requerir de dejar de agitarlas. Y para avanzar debería batirlas. Y para retroceder darse la vuelta y volar en la otra dirección (o ser un Colibrí, esos cabrones son novios de la muerte y vuelan de culo como si fuesen artistas de circo). Sin embargo esa lógica aquí no funcionaba. El pájaro, ante la fuerza del vendaval, tenía que esforzarse, tenía que batir sus alas para siquiera quedarse en su sitio. El dejar de batirlas significaría dejarse llevar por la corriente, rompería el equilibrio y probablemente le derribaría contra el suelo. Y entonces, ¿cómo avanza el pájaro? ¿cuán fuerte ha de batir sus alas para ganar a la cruel naturaleza?
Entonces creí capaz de extrapolar esa imagen.
Quizás, el pájaro somos nosotros, y el viento sea la vida a la que tenemos que hacer frente, y si no batimos las puñeteras alas muy fuerte nos hostiamos contra el suelo.
Quizás, tener una vida estable no requiere el no hacer nada bien ni nada mal, sino que tenemos que tratar de ir siempre adelante sólo para evitar retroceder ante las fuerzas de la vida.
Quizás, para avanzar tengamos que sufrir, que sudar y que sangrar en exceso; pues es lo que pide a cambio el viento.
O quizás el pájaro sea lo que es, un animal, un ser salvaje y natural no civilizado; y nosotros somos el viento, tocándole los huevos, haciéndole sufrir para siquiera vivir en estabilidad, porque el pájaro sin duda lo tendría más fácil sin vendavales.
O quizás el pájaro sea el buen salvaje, y el viento es el estado, y yo soy francés y estamos en 1762.
O quizás las alas del pájaro son una pareja de atracadores, y el viento sea un negro con una 9mm, un maletín y citas de la biblia.
O quizás el pájaro seas tú, y el viento soy yo, que te estoy haciendo sufrir leyendo más de treinta líneas de texto que probablemente no vayan a aportarte nada, que no tienen sentido ni razón de ser. Quizás escribo esto sólo para ver lo fácil que es escribir extensamente sobre burdas trivialidades.
O quizás sí lo tiene, y estuve allí parado admirando al pájaro durante un minuto entero, como en las películas cuando el protagonista está paseando por la calle y ve una escena trivial, pero que sin embargo le recuerda a algo importante crucial para la trama, y el prota se queda mirandolo fíjamente mientras la cámara hace un zoom intermitente entre la escena y un primer plano del protagonista.
Quizás yo también he vivido eso.
Bueno, el caso es que hoy he visto un pájaro.
Un pequeño pájaro -qué se yo si gorrión o golondrina-, se encontraba volando a contra viento. Algo trivial, sin duda, pero que me llamó la atención pues mi plumífero amigo parecía encontrarse en la ingravidez. No parecía volar, sino levitar en un punto fijo en las tres dimensiones espaciales; y su cuerpo no se inmutaba ni un milímetro mientras batía las alas con esmero. Era sorprendente cómo se mantenía inmóvil en el aire, en un baile hipnótico entre el viento, sus alas y las leyes de la física (y de la termodinámica, por supuesto).
Y esta imagen me dio que pensar. Porque aquí nuestro danzarín de las corrientes ni avanzaba ni retrocedía, sino que se mantenía estable. Sin embargo, para mantenerse estable necesitaba batir sus alas con gran fuerza. La lógica más básica me hacía pensar que para mantenerse inmóvil y estable debiese requerir de dejar de agitarlas. Y para avanzar debería batirlas. Y para retroceder darse la vuelta y volar en la otra dirección (o ser un Colibrí, esos cabrones son novios de la muerte y vuelan de culo como si fuesen artistas de circo). Sin embargo esa lógica aquí no funcionaba. El pájaro, ante la fuerza del vendaval, tenía que esforzarse, tenía que batir sus alas para siquiera quedarse en su sitio. El dejar de batirlas significaría dejarse llevar por la corriente, rompería el equilibrio y probablemente le derribaría contra el suelo. Y entonces, ¿cómo avanza el pájaro? ¿cuán fuerte ha de batir sus alas para ganar a la cruel naturaleza?
Entonces creí capaz de extrapolar esa imagen.
Quizás, el pájaro somos nosotros, y el viento sea la vida a la que tenemos que hacer frente, y si no batimos las puñeteras alas muy fuerte nos hostiamos contra el suelo.
Quizás, tener una vida estable no requiere el no hacer nada bien ni nada mal, sino que tenemos que tratar de ir siempre adelante sólo para evitar retroceder ante las fuerzas de la vida.
Quizás, para avanzar tengamos que sufrir, que sudar y que sangrar en exceso; pues es lo que pide a cambio el viento.
O quizás el pájaro sea lo que es, un animal, un ser salvaje y natural no civilizado; y nosotros somos el viento, tocándole los huevos, haciéndole sufrir para siquiera vivir en estabilidad, porque el pájaro sin duda lo tendría más fácil sin vendavales.
O quizás el pájaro sea el buen salvaje, y el viento es el estado, y yo soy francés y estamos en 1762.
O quizás las alas del pájaro son una pareja de atracadores, y el viento sea un negro con una 9mm, un maletín y citas de la biblia.
O quizás el pájaro seas tú, y el viento soy yo, que te estoy haciendo sufrir leyendo más de treinta líneas de texto que probablemente no vayan a aportarte nada, que no tienen sentido ni razón de ser. Quizás escribo esto sólo para ver lo fácil que es escribir extensamente sobre burdas trivialidades.
O quizás sí lo tiene, y estuve allí parado admirando al pájaro durante un minuto entero, como en las películas cuando el protagonista está paseando por la calle y ve una escena trivial, pero que sin embargo le recuerda a algo importante crucial para la trama, y el prota se queda mirandolo fíjamente mientras la cámara hace un zoom intermitente entre la escena y un primer plano del protagonista.
Quizás yo también he vivido eso.
Bueno, el caso es que hoy he visto un pájaro.
21 de mayo de 2014
Breve (pero asombrosa) historia de la Existencia
Siempre digo que me apasiona la historia, como el estudio del ser humano, de su huella en el tiempo y en el espacio. Si bien por lo general la historia se tiende a relacionar con el ser humano. Pues bien, a pesar de que es la historia humana la que me apasiona, hay otro tipo de historia que no me apasiona, sino que incluso llega a abrumarme hasta el punto de incomodarme. Hablo de la historia universal, o como yo la llamo, la historia de la existencia.
¿A que me refiero? Me refiero a la cronología de gran escala, más allá del ser humano, de las naciones, de la tierra y de toda forma de vida. Una historia donde los seres vivos no son más que fruto de mil variables y que se remonta a los extremos desde el comienzo de lo que existe, existió o existirá.
Y en efecto, a veces en mis ratos libres, me da por abrumar mi mente y ratificar que, en efecto, no somos más un segundo más en la infinidad.
(El siguiente texto está redactado y traducido a partir de una exposición para la web, TED: Ideas Worth Spreading)
Hoy en día el universo tiene 13.800.000.000 años, una cifra que puede ser difícil de abarcar, de interpretar o siquiera imaginar. Por lo tanto, como ya diría Carl Sagan, estudiemos la historia del universo con una metáfora que el acuñó. El calendario. Trescientos sesenta y cinco días para representar catorce mil millones de años.
-1 de Enero. El universo nace en cuestión de un suspiro a partir del Big Bang.
-12 de Mayo. Aparece la Vía Láctea, nuestra galaxia.
-2 de Septiembre. La tierra se forma.
-31 de Diciembre.
-23:40. El ser humano evoluciona a partir de simios.
-23:44. Domesticamos el fuego.
-23:58. Las primeras muestras de arte rupestre aparecen.
-23:59:49. Aparece la escritura. Por lo tanto, toda nuestra historia dura diez segundos.
- 23:59:58. Renacimiento, siglo XV.
-23:59:59. Nace la ciencia moderna, lo que nos permite desarrollar ideas, como ésta metáfora sobre la historia universal.
Brian Greene. Photo: James Duncan Davidson
El Futuro
Ahora bien, más o menos conocemos el pasado del universo y la escala temporal existente. Pero si tornamos nuestra visto al futuro, la cosa se complica, y puede pasar de ser sorprendente a... intrigante.
En el caso del futuro, podemos hacer predicciones. Y para ello podemos usar una metáfora nueva para expresarlo. Imaginemos el Empire State Building. Imaginad sus más de 100 plantas. Ahora imaginad que cada planta representa 10 veces el tiempo que representa la anterior.
En otras palabras, la planta 1 representa 1 año. La planta 2, 10 años. Las 3, 100 años. La 4, 1.000 años. La planta 16, 1.000.000.000.000.000 años.
¿Entendido?
Pues tened en cuenta, que si empezamos desde la Planta 1 (Big Bang), sólo tendríamos que subir hasta la Planta 10 para llegar al presente. ¿Y qué nos espera más allá de la décima planta?
Pues... fuego... y oscuridad.
-En la Planta 11, el sol se convierte en una estrella roja que absorberá los planetas interiores del Sistema Solar, posiblemente a la Tierra también.
-En la Planta 12, las galaxias serán desplazadas debido a la expansión constante del universo hasta el punto que la Vía Láctea quedará sumida en la oscuridad.
-En la Planta 14, el combustible de las estrellas se acabará, y no producirán más luz.
-En la Planta 20, si no hubiese sido absorbida ya; la Tierra derivará a lo que antaño conoceríamos como nuestro Sol.
-En la Planta 30, cualquier estrella restante será arrastrada al centro de cada galaxia, donde gigantescos agujeros negros habrán aparecido.
-En la Planta 37, los protones se desintegrarán.
-Entre la Planta 68 y el último piso, agujeros negros anegarán el universo, evaporando y vomitando un baño de partículas sobre un cosmos cada vez más inmenso y más frío.
Entonces, ¿qué nos espera? ¿qué le espera al universo? ¿qué le espera a la vida? Esas son preguntas a las que probablemente nadie podrá jamás dar respuesta. Con lo cual, al ser humano sólo le queda disfrutar del breve (pero asombroso) tiempo que el universo le ha regalado, en la inmensidad de la existencia.
17 de marzo de 2014
Historia del quincuagésimo noveno segundo de un reloj
Hermano, quédate. Le dice, le susurra, le grita; en una eternidad cronológicamente efímera. Le sana, le llora, le extraña aún sin marchar. Le acuesta en un lecho vegetal, le limpia de violencia.
Y le tomó con gentileza por la nuca y posa su mano restante sobre el pecho, notando el aliento que nace al ocaso de la vida; para ser súbitamente correspondido cuando le es agarrado su antebrazo por una mano moribunda, pero fuerte y tenaz.
Y se pierde, dormido, en un mar de trigo; en praderas de bronce bajo aquél su abrigo solar, cálido, de mil haces venidos a su cuerpo como la lanza al torso del hijo.
Y siente las espigas aplastadas a su espalda, acariciándolo rudamente como lija la arena húmeda. Y la estrella del mar de éter le cegó lentamente, hacia el blanco más brillante, guía de la inconsciencia, patria de mil sueños.
Se acerca ante él la chica que se alimentara de corazones, que vestía trajes de dagas, de gloss color sangre seca. Un rubí pálido, que ardía, que dolía acariciar. Suave y cortante, envenenada de morfina y cerveza. Con labios brillantes que liberan formas de humos azulados.
Y ya no hay debilidad, ni sequedad en su garganta, ni huesos molidos ni arterias secas. Que todo fluye alrededor de una cadera. Que todo es éxtasis en las fibras de un cabello y que todo es suave en su piel, en su espalda.
Que ya no duele, que no me sanen. Que ya no temo, que no me lloren. Que ya no aflige, que no me extrañen.
11 de febrero de 2014
Demomaquia (Capítulo II) | Secretos en la oscuridad
Capítulo II
Secretos
en las Tinieblas
"Miradles, escondidos tras escudos verdes. Todos ellos
morirán hoy. Y muchos de nosotros también caeremos con honores. La última
barrera que separa nuestra patria de la gloria. Las aguas de este río se han
alimentado con miles de años de guerra. Nutridlas pues con su sangre, mis nobles hombres en armas."
La plaza está desierta y el frío
de la mañana causa la insensibilidad en mis dedos. Estoy sentado en un banco
adyacente a una casa, en el extremo suroeste de la plaza, a unas ciento
cincuenta yardas del portón del templo. No debe haber llegado siquiera la
octava hora y el sol aún no ha calentado sus fuegos como para permitirme ver la
hora exacta en el enorme reloj de la torre. La plaza está desierta. Las puertas
del templo están cerradas.
Es gigantesco, siempre que había
pasado por delante de la fachada me había sentido como un insignificante grano
de arena ante tal majestuosidad arquitectónica. Las grandes columnas con fustes
detallados con imágenes de guerras y héroes sostenían un friso liso, sobre el
cual se alzaba un frontón semicircular con un altorrelieve de la batalla del
delta del Icos, donde tantos murieron hace tantos años. En el friso se
alcanzaba a distinguir una inscripción ya casi ilegible en letras grabadas. Mi
padre era arquitecto, recuerdo muchas cosas que me contó acerca del templo. El
nombre oficial es Alto Templo de Astor el Protector. Fue construido en honor a
la victoria de éste ante el señor Nar-Ermaugh Ethanestoff de Ifflehim, en el
delta del río Icos, hace más de mil quinientos años. Según se dice en las
antiguas escrituras, la litografía del frontón reza unas palabras que el propio
Astor pronunció antes de entrar en combate: "Las
aguas de este río se han alimentado con miles de años de guerra. Nutridlas pues
con su sangre, hermanos". Pacíficas palabras para colocar en un edificio
público, ciertamente. Tras esa victoria, Astor accedió al poder y tomó el
título y cargo de Lord Protector de Daun y las Tierras del Ocaso, y dirigiría
así al pueblo hacia la identidad unitaria y comenzaría el dominio milenario de
Daun sobre el resto de ciudades y regiones.
La gente comienza a llegar al
pasar el tiempo, se han colocado unas vallas de madera adornada con banderas y
el blasón del Patriarca en telas, formando un pasillo desde la vía hasta el
portón del templo, marcada por bellas alfombras. La plaza se llena de personas,
curiosos madrugadores que esperan ver y recibir al extranjero noble que viene a
arrodillarse ante su ciudad. La luz del sol matinal baña el espacio y el reloj
de la torre se muestra ante todos los que se reúnen bajo su sombra. Queda poco
para que llegue la duodécima hora.
Queda poco para que llegue el
señor del este y el viejo salga a recibirle. Se oye un barullo proveniente del
centro de la plaza. Miro de nuevo al reloj. El carruaje ha llegado. Entre
tantos gritos, se frenan sus ruedas en la vía frente a la escalinata del templo,
entre banderas y sobre una alfombra enorme que cubre una gran superficie. Se
paran los caballos y los hombres del este rodean el transporte, protegidos por brillantes
armaduras, capas verdes y con largas armas de acero hacen las veces de murallas
humanas que separan al gentío del carro. Y entonces las inmensas puertas se
abren, con un sonido sordo, y un frío aliento parece ser escupido por el
interior del templo. Las gentes callan, y entre las sombras del interior
aparece una figura ataviada en blanca túnica, con una barba gris que le llega a
la altura del pecho. El Patriarca sale a la plaza y baja la escalinata
acompañado de una comitiva de eclesiásticos, guardias personales y sirvientes.
A su vez, la muchedumbre grita. Parece que el joven del este ha bajado de su
carruaje.
Me levanto y me dirijo a mi
objetivo. Miro una última vez a la torre y veo un brillo característico
proveniente de una de las ventanas bajo el gran reloj. Estoy concentrado y
decidido.
Y así me deslizo entre las
figuras de la muchedumbre como entre la maleza de un manglar. Mi rostro
ensombrecido bajo la capucha gris y me coloco el pañuelo tapando mis facciones.
Se muestran reacios a dejarme paso, me cuesta avanzar entre tanta gente. Estoy
a apenas unas veinte yardas del carruaje cuando de pronto los guardas empujan a
las primeras filas de espectadores con hostilidad, protegiendo al señor y al
Patriarca, haciendo pasar sus alabardas a escasas pulgadas del público. Los
guardianes están colocados a cierta distancia el uno del otro, para cubrir un
espacio mayor, habiendo una valla entre cada uno de ellos. Me muevo entre tanto
caos rodeando el carruaje hasta poder ver a mis objetivos saludándose. Avanzo
esquivando miradas y discretamente busco mi pistola de percusión enfundada a mi
espalda bajo el abrigo. Paso a paso mi mano aferra el arma con mayor fuerza. Ya
no hay vuelta atrás, los guardias me miran.
Me dispongo a saltar una de las
vallas entre dos guardias rápidamente, aprovechando la cantidad de gente, la
confusión me dará unos segundos de ventaja antes de que se echen sobre mí, quizás
incluso pueda escapar. Un guardia me ha visto, me alerta, me señala, lo ignoro.
Salto la valla y estoy a pasos del Patriarca, desconoce que a la espalda del
noble se le aproxima la muerte. El guardia salta la valla, se disponen a
reducirme. Desenfundo la pistola rápidamente, apunto al viejo sobre el hombro
derecho del joven del este.
Un estruendo envuelve la plaza y
todo se hunde en un silencio mortal. El noble se desploma. Me quedo paralizado,
aún con el brazo en alto apuntando al frente, a la cabeza del Patriarca. Me
paso la mano libre por mi cara, estoy empapado en sangre que no es mía. Vuelvo
a alzar la mirada hacia el Patriarca, que me mira a los ojos aterrorizado antes
de huir entre la marea de corazas que es su guardia personal, cuyo capitán, de
alto penacho de color platino corre hacia aquí.
Vuelvo en mí y me doy la vuelta, los
guardias parecen volverse locos y veo como la muchedumbre se dispersa mientras
las alabardas cortan el aire y los gritos llenan el espacio. Rápidamente huyo e
intento perderme entre el mar de gente. Las armaduras aplastan y empujan a los
desafortunados que caen a su paso y derriban a muchos. Salgo del gentío y me
dirijo a una callejuela donde quizás les pierda, pero cuando estoy a punto de
entrar siento como un pico se hunde en mi gemelo. Me caigo contra el suelo frío
y el guardia extrae el acero de mi carne y pone su arma en mi cuello. Cuando
quiero darme cuenta estoy rodeado de ellos, con sus rodillas en mi sien y mis
manos asfixiadas, inmovilizadas por una pareja de guardias.
Me levantan entre dos de ellos y
me arrastran de rodillas hacía el templo, a nuestro paso me cruzo con persona
que huyen heridas y guardias que reducen a otros. Cuando me acerco a la
escalinata, tras pasar el carro del noble veo su cadáver, me arrastran sobre
las alfombras y mis rodillas se impregnan de un rojo que no es mío. Siento como
si se me quebrasen las piernas mientras me suben por las escaleras, mis
meniscos chocando contra el duro mármol de la entrada al templo. Rápidamente me
doy cuenta, mientras me levantan y me empujan hacia el interior del templo, que
algo peor que la muerte me espera.
El interior del templo parece aún
más grande que el exterior. Tras un pequeño espacio que comunica la entrada con
el interior, de unos 12 pies de altura, se abre la inmensidad de la naos del
Alto Templo de Astor el Protector. Una planta circular coronada por una cúpula
semicircular que se eleva en los doscientos pies de altura en el óculo. Las
paredes adornadas con mármoles blancos y frescos que narran mitos y proezas de
personajes casi olvidados. El espacio en el suelo perpendicularmente correspondiente
al óculo es un pozo circular, rodeado por las nueve estatuas de mármol de las
nueve divinidades, cada una de unos cuarenta pies, con enormes pedestales
circulares, separadas entre sí, cada una con su altar propio, elevándose
majestuosas como prodigios escultóricos. Me arrastran bajo las cadenas de Fräerys
y me lanzan contra el enorme pedestal de Aeisen, como queriéndome dejar las
cosas claras. Desde allí me siento una pulga, una ínfima mota de polvo ante la
enormidad de las estatuas. Sobre mí se alzan el poderoso Than, y Ötalos,
Estella, Zephos, Vermeria, Kayreïa con sus flechas más grandes que dos hombres,
el inmenso martillo de Bramdthaxos, la túnica de Mäywen con exquisitos detalles
y las alas de Zephos casi impiden que la luz del mediodía pase por el óculo,
ensombreciéndome. Y la derecha de la entrada se alza Neisth, con su máscara en
el fondo de la capucha, y Lookth, que parece retorcer sus formas con sus
saipers a la espalda; y a su lado Fraëris, tan extrañamente bella. Y a mi
espalda se alza en su trono el señor gobernante Aeisen, que parece minar mi
voluntad con el solo tacto de su mármol.
–¿Cuál es tu nombre? –preguntan–.
Resuena el eco de la pregunta en las cavidades del templo y sale al cielo por
el óculo de la cúpula. Me golpean una y otra vez sin darme ocasión ni tiempo a
responder. Mi pierna aún rezuma sangre. No les diré nada, después de todo no
voy a comprar mi vida con nada que pueda decir.
–¿Quién te envía? ¿A quién
sirves? –continúan preguntando–. Más golpes. Brota sangre de mi boca. Y más. Balbuceo
recuerdo que las palabras se convierten en balbuceos al pasar por mis labios
ensangrentados, y con un último golpe de bota en la nariz me lanzan contra una
columna. Un guardia desenvaina su espada y acaricia mi barbilla con su punta.
–Un balbuceo más y te abro en
canal, asesino –se dirige a mí con prepotencia–. Vamos, te desafío a que lo
vuelvas a hacer.
Levanto el brazo pidiéndole
tiempo y con el otro tomo mi pistola, antes de que puedan alarmarse la lanzo al
suelo. –Está... cargada –digo escupiendo el rojo–.
Otro guardia la toma, –El plomo
sigue aquí –dice mientras comprueba que no miento–. Desde atrás se oyen pasos.
El Patriarca se acerca con las manos entrecruzadas. Aparta dos guardias y se
alza ante mí. No me habla, sólo me mira, como un hombre mira una hormiga en el
suelo. Alza su mano y extrae una daga de la vaina en el pecho de uno de sus
guardias mientras dos de ellos me obligan a que me arrodille ante él. El gemelo
me quema y me veo en necesidad de apretar los dientes. Se acerca y en susurros
me habla.
–No tienes pinta de ser un loco,
ni un asesino de los Hijos de Libaris, después de todo no me has matado
pudiendo haber acabado con el Ethanestoff y conmigo a la vez. ¿Quién eres
joven? ¿Quién te ha enviado? ¿Por qué le has volado los sesos a Àn-Sether? –me
pregunta–. Demasiadas preguntas y no conozco la respuesta a nada de lo que
dice. Me siento perdido.
–Yo... no le... he volado los
sesos a nadie –balbuceé entre los borbotones de sangre de mis labios–. Mi...
arma... –consigo decir antes de que el Patriarca me interrumpa–.
–¿Y de dónde vino el disparo,
pues? Yo mismo vi como sacabas tu arma y disparabas al joven por detras. ¡Maldita
sea la gracia de los Doce! ¿Por qué mataste al Ethanestoff? –dijo mientras me
apretaba la daga contra la clavícula–.
Le miro a los ojos y reúno
suficiente coraje como para pronunciarme. –El Ethanestoff no me importa lo más
mínimo, ni siquiera sé quién es. De mi arma no salió proyectil alguno, y esa bala
llevaba tu nombre, viejo –dije temerario–.
La muerte me esperaba y la había
aceptado ya. No quedaba esperanza alguna para mí. El viejo se alejó de mí. Me
miró con furia. Furia que no estaba alimentada por pena hacia el muerto ni por
sorpresa al ver mis objetivos, sino por miedo. Miedo porque se dio entonces cuenta
de lo que iba a ocurrir. –Tiene miedo, ¿verdad? –le susurré–. Los dioses son
débiles cuando el pueblo no tiene fe en ellos.
El anciano se quedó callado un
momento. –¿Vas a morir por nada? –dijo recuperándose y mirándome por encima–. ¿Vas
a gastar una larga vida por callar? ¿Por qué lo mataste? ¿Por qué me ibas a
matar? ¿A él o a mí?
Tomé aire mientras miraba al
suelo, mi cuerpo colgando de los brazos de los dos guardias. –Mi
padre... era arquitecto –dije–. Dirigió la recuperación de este mismo templo
hace cinco años. Los conocías, viejo, a mi padre. Jensen Starvos. Le llamaban
"Manos blancas", siempre tenía sus manos manchadas del polvo del mármol
trabajado.
Mientras hablaba, el Patriarca se
volvió hacia mí sorprendido. –¿Eres el hijo del arquitecto? –dijo con los ojos
abiertos–.
–Mi padre trabajó largos meses en
este lugar. Lo convirtió en su segunda casa, lo conocía al detalle, mejor que a su propio hogar,
mejor que al cuerpo de mi madre –aspiré con fuerza–. Conocía todos sus...
secretos.
Hubo un largo silencio,
interrumpido por el Patriarca. Empujó a los guardias que me sujetaban y me
agarró del cuello. A pesar de la edad, sentí fuerza en la tenaza de carne que
me aprisionaba. Me arrastró como pudo mientras llamaba a su capitán para que le
ayudase. –Dos más guardad la entrada a
la Sala Roja, ¡el resto salid a la plaza y acabad con el caos de las calles! –ordenó
a sus guardias–.
La sala roja era una estancia
interior, al norte del centro de la cúpula en la sala principal, a la espalda de
la estatua de Aisen. Era un espacio ovalado, de quince pies de altura, con una
estatua de mármol de un guerrero con un yelmo y capa. La estatua se situaba
sobre un pedestal rectangular, que en realidad era la tumba del rey Astor el
Protector. Un descanso eterno para un monarca. A su alrededor, a lo largo del
óvalo, se sucedían unas cincuenta columnas de tumbas de soldados que murieron en el
delta del Icos, organizadas hasta en cinco pisos que llegaban hasta el techo.
Acompañarían al rey más de doscientos cincuenta fieles guerreros muertos, en eterna guardia
junto a su señor. El patriarca y su capitán me arrastraron circunvalando la
estatua central, que parecía juzgarme con su lanza mientras yo me postraba
arrodillado ante él. En el otro extremo de la estancia se abría un nicho con
una pila, y sobre ella una balda de piedra sujetando un cáliz de plata y
rubíes. El patriarca tomó el cáliz y presionó la balda sobre la que se
encontraba.
Se oyó un sonido fuerte tras el
nicho y la corriente pasó por una pequeña puerta secreta tras la roca. Ante
ellos unas escaleras que descendían hacia la oscuridad. El espacio ya no estaba
cuidado, no había mármol, ni azulejos rojos ni estatuas gloriosas. Un angosto
pasillo interminable de piedra sin trabajar recubierta de musgo y una humedad
que ahogaba el aliento.
–Estos son los secretos que
desenterró tu padre del olvido, ¿no es cierto? –dijo el Patriarca mientras
miraba al horizonte oscuro–.
No pude evitar la congoja. Ante
mí nacía un pasaje de apenas nueve pies de altura por cuatro de ancho,
flanqueado en las paredes por nichos y tumbas. Un cementerio largo tiempo
olvidado que llegaba más allá de donde la vista se perdía en la oscuridad. En
cada lado del pasillo unas 4 filas interminables, unas sobre otras de féretros
de piedra, ataúdes encajonados.
–Las catacumbas... –se me
escaparon las palabras, ya con la sangre de los labios seca. Miré al patriarca
desafiante–. Matasteis a mi padre cuando descubrió esto, ¿verdad?
–La historia la escriben los que
salen vivos del infierno, chico –dijo el viejo–. Astor ganó en el delta, y a
pesar de que los libros dicen que la victoria se saldó con sólo doscientas
cincuenta bajas de nuestro bando, cierto es que esos libros los escribimos
nosotros. El mito de tan gloriosa y absoluta victoria ensombreció la verdad de
lo que ocurrió aquel día: una victoria pírrica. Los doscientas cincuenta que
murieron acorde a las historias restan en la sala roja, hijos de nobles, de
comerciantes y burgueses. Aquí, en estas catacumbas descansan los doce mil
restantes que murieron aquel día, desgraciados y marginados, huérfanos de
padres muertos antes de tiempo, hijos de obreros y ciudadanos de última clase a
quien se supone nadie echaría de menos.
Un silencio se apoderó del lugar.
La lengua ya no quería hablar más. –¿Por qué? –exclamé–. ¿Por qué olvidarles?
–¿Crees que Astor habría contado
con el apoyo de la nobleza y de la burguesía para alcanzar el poder si se
supiese que había enviado a más de diez mil hombres a la muerte? Aquél día doce
mil de los nuestros cayeron ante nueve mil hombres de Eryediff. Ganamos
militarmente. Perdimos humanamente. A la vuelta, el rey
entró a la ciudad acompañado de ocho mil triunfales supervivientes y seguido de
carros cargados con toneladas de cadáveres. Según el Lord dijo, eran los
cadáveres del enemigo, que gracias a su bondad yacerían en nuestra ciudad, como
rivales honorables. –el viejo paró y miró al horizonte negro de ese pasillo
interminable–. Mentira. Los cuerpos de los nueve mil de Nar-Ermaugh se pudrían en el delta,
corrompido por la muerte y convertido en un pantano. La carnaza que había
entrado en la ciudad era la de los hombres del rey Protector, hijos de padres y
madres de Daun y las Tierras del Ocaso, muertos por la urbe que habían jurado
proteger. Después de todo, creía que dándoles entierro la misma diosa Estella
perdonaría su incompetencia militar. No sé si abandonarlos en las catacumbas
puede denominarse “enterramiento”, pero aquí yacen olvidados, habiéndose
sacrificado en vida y en muerte por el estatus de su rey. Nuestra ciudad es lo
que es hoy por su muerte y su olvido. Nuestros últimos mil quinientos años se
han basado en esta mentira.
Un extraño sentimiento recorría
mi cuerpo. Las tumbas parecían dejar escapar tímidos suspiros secos en la
estancia inundada por un aire pesado y pegajoso. Me llegaba a sentir culpable.
Eran desgraciados, pobres hombres injustamente olvidados.
–Tu padre murió por eso, chico.
Descubrió la Tumba de los Olvidados. No nos podíamos arriesgar a que hablase.
Durante siglos hemos intentado recobrar las relaciones con Ifflehim, pactar una
paz tras tantos años de odio y rencor, de resistencia a pesar de que pensaban
que éramos infinitamente superiores tras ver que doscientos cincuenta hijos del
Ocaso valen por nueve mil hombres de Eryediff. Lograr de una vez por todas la dominación
de Daun sobre Eryediff, de forma pacífica –El viejo tenía un brillo extraño en
sus ojos mientras hablaba y el aire parecía más cargado–. Tu padre querría
honrar a los que aquí restan, pero este descubrimiento habría hecho fuertes a
Ifflehim, se habrían levantado en armas al ver que después de todo nosotros no éramos
tan superiores como ellos creen y el intento de paz sería un fracaso. Logramos
silenciarle. Pero tú, bastardo, tú has matado al hijo del señor de Ifflehim; y
con ello viene la guerra. ¿Aún no tienes nada que decir?
–Sí... –dije con una mueca
sonriente–. Que yo no he matado a nadie, y de haberlo hecho te habría matado a
ti, cerdo –dije riendo, llevado por una extraña locura–. Y... viendo lo que se
os viene encima... creo que vais a tener que ampliar este sitio.
El viejo me miró con ojos y ceño
fruncido y de una patada en la mandíbula noté como mis huesos se rompían y me
lanzó al suelo de las catacumbas. Antes de que pudiese abrir los ojos tras el
golpe sentí cómo me pisó la cabeza hasta que mis risas cesaron y dejé de sentir
nada.
Demomaquia (Capítulo I) | El Trueno y el Espejo
Capítulo I
El trueno y el espejo
"Brilla mi hoja con un frío destello como al sol del
atardecer. Mi acero es fiel y sirve a la justicia, con muescas que narran sus
victorias."
En mi torre los relojes acercan
su brazo a la duodécima hora del día. Me encuentro sentado, espalda contra la
pared bajo una amplia ventana en la estancia, acompañado de los mecanismos que
hacen que funcione el tiempo. Presido en esta posición, a unos doscientos setenta pies de
altura sobre el centro de la inmensa plaza, el encuentro que se llevará a cabo
a los pies del inmenso templo que se encuentra a mis espaldas. La plaza se
asfixia, calculo con poca precisión unas seiscientas, quizás ochocientas
personas que se han acercado a lo largo de la mañana y forman un caótico
tumulto frente al edificio.
Gracias a un pequeño agujero
producto de un ladrillo ya perdido a mi derecha y tomando mi cuchillo en el
ángulo perfecto puedo verles aparecer reflejados en la hoja, a lo lejos. Llega
la jauría del Patriarca, una comitiva de una treintena de guardias. Puedo
distinguir entre sus manos lo que parecen modernos mosquetes de pedernal,
alabardas y lucernes, corazas de metal y yelmos cerrados coronados con penachos
rojos que recorrían sus espaldas, como crines de caballos. Eran fortalezas
andantes, inexpugnables e invencibles. Soldados de élite, producto de años de
formación, decididos a sangrar por lo que representaba el templo a sus
espaldas. Que parecían ciegos con minúsculos vanos en sus yelmos por los que
apenas podrían ver o respirar.
Comienzan a colocarse en una
hilera doble, creando un pasillo que une el inmenso portón del templo con la
vía que cruza la plaza. Suenan trompetas. Ya vienen.
Las decenas de voces y diferentes
conversaciones que tenían lugar en la plaza se silencian gradualmente cuando un
carruaje entra en la plaza por el lado este. De madera de calidad, oscurecido
con barnices y embellecido con telas verdes que ondean tras de sí con gracia.
Lo guían tres pares de majestuosos caballos de piel oscura y crines tintadas de
verde. Las gentes han inundado la plaza y son separadas de la vía que atraviesa
el carruaje por guardias del patriarca, con alabardas en mano, como columnas
que separan a unos y otros. Preparo mi Ébano.
Ellos tendrán mosquetes, yo tengo
algo incluso mejor. Venida del este, un prototipo de arma de fuego
sustancialmente más precisa que las suyas. Lo llaman fusil. Esta es mi Ébano.
Pesa dieciséis libras y tiene un cañón estriado de cuatro palmos, que hace que
la munición tenga tal poder de penetración y alcance que puede atravesar una
coraza de bronce a trescientas yardas.
Una compleja recámara permite
disparar cuatro veces rápidamente mediante un mecanismo de cerrojo antes de
tener que prepararla de nuevo. En mis bolsillos guardo una docena de
proyectiles, puntiagudos como estiletos que atraviesan hierro, carne y hueso.
Acarician el metal de las entrañas del fusil y coloco una bala, cierro la
cámara y con la palanca la cargo. Mi Ébano. Un sistema de miras de aumento, un
prodigio telescópico sobre el cañón, me ayudará a tener una vista privilegiada
sobre el encuentro. Estaré a apenas unas doscientas yardas del carruaje, nada
que no haya hecho ya. Se ha bajado.
Se baja orgulloso entre trapos
glaucos, el ruido de las grebas chocando contra el suelo se oye en toda la plaza,
con sus galas, capa esmeralda y una coraza de acero con incrustaciones de
argenta y esmeraldas. A su cintura, su espada, un estoque con filo cortante. Es
joven, apenas rondará los veinticinco años. De pelo lacio a la altura de su
mentón, ligera barba, facciones suaves y unos ojos afilados que sonríen
falsamente a su anfitrión. Su nombre es Àn-Sether, de la familia Ethanestoff, segundo
hijo del señor de Ifflehim y segundo portador del nombre en el linaje de los
Ethanestoff, reciente protegido del patriarca, una pieza clave del plan dado a
continuar el orden establecido. Porta el título de Àn, señal de que es hijo del
señor de Ifflehim y perteneciente a la casta de los antiguos monarcas del sureste,
antaño grandes dirigentes desde la ciudad de Ifflehim. Hoy en día es una
dinastía decadente de un reino subyugado que no es ni la sombra de lo que fue.
Las ansias de recobrar el prestigio se pueden sentir en sus acciones recientes. Sé lo que pasa aquí, y aquí estoy
para que no ocurra.
Se daban la mano, como amigos de
toda la vida, más no era esa amistad más falsa que las verdes melenas de sus
monturas, una red de mentiras y traiciones conjuntas de doble dirección, y
siempre pierde el más débil que no es otro que aquellos que llenan la plaza.
Cruzó mi mente volarle los sesos
al Patriarca, pero no era el momento. Todo a su tiempo, decía mi abuelo, o todo
esto será en vano. Esto es una pieza más en el puzle que derribará sus
esquemas.
Había viajado Àn-Sether
Ethanestoff desde Ifflehim en nombre de su padre, el señor de la ciudad y las
tierras de Eryediff, Nar-Setheyros. Su misión tenía fines diplomáticos,
pretendía el señor rendirse ante sus históricos contrincantes y considerar las
ofertas de paz y acuerdos políticos y económicos que el consejo del Lord Protector
Aythom, señor de la ciudad, le había estipulado. La antigua urbe de Ifflehim se
rendía ahora ante el poderío de esta, la ciudad de Daun. Pero eso sería al alba
del mañana, hoy Àn-Sether acaba de llegar triunfal a Daun y el Patriarca, como
falso mesías de la neutralidad en este conflicto se ofreció a recibirle en el
Alto Templo de Astor. Mientras observo el encuentro recuerdo por qué estoy
aquí, porque debo hacer esto, por qué quiero hacer esto. Me lo han puesto
demasiado fácil.
Ajusté la mira hasta conseguir
una imagen tan nítida que podía ver las gotas de sudor resbalando por su
frente. El puerco se asa en su horno de metal mientras habla con el viejo.
Apunté ligeramente sobre la cabeza del objetivo para compensar la caída del
proyectil, tomé aire y lo solté lentamente entre los labios con un tímido
silbido.
Un mínimo golpe de dedo índice,
un estallido ensordecedor, una violenta sacudida en la cabeza del noble y una
calma incómoda. De pronto, todo se para. Cesa el clamor de las muchedumbres
ante el eco del trueno, acrecentado por las corazas de los guardias. Las
palomas en la plaza nublan el cielo huyendo del estruendo en bandada. Las
sombras de sus alas oscurecen las armaduras pálidas.
El Patriarca dedica una última sonrisa
afectuosa al joven del este, que
lentamente pasa a una mueca de confusión para llegar a una de terror. Y
entonces, entre tal silencio, se desploma un cuerpo sobre las alfombras
colocadas en la plaza, y poco a poco tornan a un brillante tono carmesí, que
sirve de espejo en el cual se reflejan las palomas que se alejan hacia las
alturas.
Y entonces, el silencio cae
víctima de los gritos agudos de la gente mientras los guardias se percatan de
lo ocurrido y preparan sus mosquetes apuntando en todas direcciones. Los
protectores disuelven a la muchedumbre buscando autores de tal hecho, a alguien
sospechoso, con algún arma de fuego. La gente corre, y ante tal caos, los
guardias enloquecen. Y mientras el cadáver de Àn-Sether yace sobre las
alfombras empapadas, probablemente con un amplio vano en su cabeza y dos
agujeros en sus sienes. Pronto estará frío.
Mientras cuelgo mi Ébano a mi espalda y lo
cubro con la capa veo desde mi posición cómo cogen a un hombre encapuchado que
huía con el gancho de un lucerne y lo hieren de gravedad, me pregunto si lo
usarán de chivo expiatorio. Me pesa el daño a los inocentes, pero no depende de
mí, yo ya he cumplido, me toca desaparecer. Mi trabajo aquí, hoy, ha terminado.
Y mientras bajo con cuidado por la cornisa exterior de la torre veo como bajo
mí, en la plaza, la gente huye del espacio abierto y busca asilo en las calles
sinuosas mientras que los guardias intentan guardar el perímetro. Allí a lo
lejos veo cómo el portón se cierra y las blancas figuras del patriarca y varios
de sus protectores se pierden en el interior del Alto Templo. Se han llevado a
rastras a un hombre, dejando un rastro rojo en el suelo.
Y mientras, Àn-Sether sigue en su
lecho de sangre, abandonado a los pies de la escalinata, cuando no hay guardias
que lo protejan ni gentes que lo vitoreen.
Demomaquia (Apéndice I) | Los Doce
Los Doce
"sobre las divinidades del culto religioso desde la Tierras del Ocaso hasta más allá de Eryediff"
Ø Aeisen: Dios del gobierno, la política,
la ley, el derecho, el liderazgo, la burocracia y la civilización. Dios patrón
de los gobernantes. Se le suele representar como a un hombre alto de cierta
edad, de pelo corto y gris, barba afeitada con esmero e imagen potente.
Ataviado con la túnica blanca y la franja roja, símbolo de poder. Suele
descansar desde un trono de mármol de formas perfectas y ángulos rectos. Sus
símbolos son el bastón de ébano y argenta, el trono de mármol blanco y las
muñequeras de oro. Es marido de Mäywen y padre de Bramdthaxos, Estelle y Than.
Ø Bramdthaxós: Dios de las ciencias, la
tecnología, la construcción y la cartografía. Patrón de los trabajadores y
artesanos. Se le venera en las forjas, fábricas y colegios. En algunas culturas
se acorta su nombre a Bramd o se
varía a Braindthaxós. Se le
representa a menudo como un hombre de avanzada edad, de bigote y barba frondosa
y de tonos rojizos, calvo y de piel morena y brillante. Se le representa manco,
con una mano de oro blanco como prótesis en su derecho. Viste traje de cuero
resistente, guante y botas reforzadas. Su vestimenta cuenta con placas de
cerámica que lo protegen en el ámbito de trabajo. Se le atribuye el desarrollo
de la tecnología y es creador de algunos artilugios usados por otras
divinidades. Sus símbolos son la maza de obsidiana, el yunque y el mapa. Es
hijo de Aeisen y Mäywen y hermano mayor de Estelle y Than.
Ø Estelle: Diosa del honor, la filosofía, la
inteligencia, la sabiduría, la dialéctica y la oratoria, la
mediación y la justicia, las artes, la guerra, la estrategia, la paz y la
astronomía. Venerada en muchos ámbitos y momentos, Estelle es la diosa de la
guerra como último recurso, prefiriendo el diálogo y la mediación antes que el
conflicto violento. Ante todo, busca la paz. En su honor se nombra la Ley de Estelle, a la cual en un
conflicto las partes se pueden acoger para que este se decida en un combate entre
cada uno de los representantes de las partes (Soliendo tratarse de los líderes
o mejores combatientes). El combate no tiene por qué acabar en la muerte de uno
de los contendientes, aceptándose la victoria por rendición o desarme, derribo
y sumisión. Este concepto del honor y la guerra difieren con los de su hermano
menor. Se la suele representar con una túnica de cuerpo entero y sobre ella una
coraza dorada y capa añil. Su símbolo es el yelmo dorado con penacho azul, la
lanza de hoja curva o lanza saeria o estelada y el escudo de la madre o Mäyshed. Hija de Aeisen y Mäywen y
hermana de Bramdthaxos y Than.
Ø
Fräerys:
Diosa de la libertad, la bohemia, la independencia, la desobediencia, la
soledad y la acracia. Venerada en épocas de crisis y revuelta. Se la representa
con pelo muy corto, negro como pico de cuervo o con tintes rojos oscuros, delgada
y de pechos pequeños, ataviada con una camisa blanca de seda, chaleco de cuero,
pantalones que la llegan más allá de las rodillas y pañuelos a su cintura y
cuello. Sus símbolos son las cadenas rotas, a menudo en sus muñecas o tobillos.
Es hija de Naisth y hermana de Lookth.
Ø Kayreïa: Diosa de la fauna terrestre, la
caza, la supervivencia, la suerte, el azar, la juventud, la inocencia y la
virginidad. Diosa joven, ágil y hábil. Se la representa a menudo con una ligera
pieza de tiras de cuero en su torso, bajo esto una camisa de algodón y un
pantalón de cuero pardo. Calza botas y cuenta con un cinturón de raíces de su
madre. Suele estar armada con un arco y flechas de punta de obsidiana adornadas
con plumas de faisán, presente de su padre. Le suele acompañar un colibrí azul
de vuelo más veloz que la más ávida de las rapaces, presente de su hermano. En
representaciones más recientes puede contar con un mosquete con proyectiles de
obsidiana, sustituyendo al arco. Hija de Ötalos y Vermeria, hermana menor de
Zephos.
Ø
Lookth:
Dios del caos, del asesinato, la locura, la mentira y el engaño, el sigilo, la
oscuridad, la crueldad y la violencia fuera de la batalla. Variación en la
escritura, Lookz en ciertas culturas.
No suele ser venerado por ningún colectivo. Quizás la divinidad con la
concepción más negativa. Se le representa muy pocas veces y su culto a veces
aparece con aspecto caricaturesco. Sus imágenes lo presentan como una figura
delgada, alta, de largas piernas y brazos, encapuchado, con una vestimenta de
cuero a cuerpo completo, guantes, botas y media capa negra. Sus símbolos son el
cuchillo, la hoja corta, el estileto
o más comúnmente, el saiper. Hijo de
Neisth.
Ø Mäywen: Diosa del parentesco, la descendencia,
el nacimiento, la fertilidad, la unión conyugal, el amor, el sexo y la lujuria.
Se la representa como una mujer alta, de cabellos largos hasta la altura de los
codos, ondulados y castaños, bellos pechos y grácil figura. Ataviada con una
pieza de marfil y diamantes en su cabello y una túnica de tela beige con
detalles dorados. Cuando se desea acrecentar su faceta como diosa del sexo y la
lujuria suele representarse con un trozo de tela al viento que tapa sus pechos
y sexo y, más a menudo, desnuda al completo. En ocasiones esto último se
acompaña con una venda en sus ojos. Sus símbolos son la diadema de marfil y
diamantes. Es esposa de Aeisen y madre de Bramdthaxos, Estelle y Than.
Ø
Naisth:
Dios de la muerte, la desolación, el dolor, el sueño, el silencio y la
tristeza. Llamado también Narseth en
Eryediff y Deisth en ciertas
culturas. Puede presentar una variación en su escritura, Naisz o Deisz. Se le
representa como un hombre con una máscara de mármol fundida a su cara, inexpresiva.
Su piel es gris, a veces azulada. Viste una túnica negra y una capa del mismo
color, a menudo también encapuchado. En sus imágenes suele aparecer con una
mano aguantando sus vestimentas y su otra mano, de aspecto enfermizo y muerta,
desnuda y alzada. Engendró sin madre a sus hijos, Libaris y Lookth. En
ocasiones se le representa como una divinidad sin sexo preciso. A pesar de su
aspecto de divinidad negativa, tiene un papel más bien imparcial y neutral.
Ø Ötalos:
Dios de los océanos, los mares, las tormentas, las mareas y la fauna marina.
Patrón de los navegantes, quienes suelen encomendarse a él antes de embarcar. Se
le representa como un hombre con cierta edad pero fuerte, alto, de largos
cabellos y barba canosa, piel rosada y vestido sólo con una túnica de seda
blanca en su cintura. Sus símbolos la vieira dorada, el collar de coral y un
bastón largo de obsidiana. En culturas no limítrofes con la costa, áridas o muy
alejadas del mar; Ötalos suele representarse
como Ötalos El Peregrino. Se le
representa aquí como a un anciano de aspecto débil y encorvado que se apoya en
su bastón. Conserva la mayoría de sus símbolos y vestimenta, a la cual se le
añade un hábito de tonos pardos con una capucha. A sus atribuciones anteriores
se le añaden especialmente la de dios de los viajes, las fuentes y los caminos.
Es marido de Vemeria y padre de Zephos y Kayreïa.
Ø Than: Dios de la violencia, la guerra,
la sangre, la batalla, el honor y el éxtasis en combate las masacres, el fuego
y las armas. Venerado especialmente en muchas culturas del norte donde puede
variar su nombre a Thayn. En el sur suele ser conocido como Zan o Zayn. Dios
belicoso, representado a menudo como un hombre alto, joven y fuerte, de cabellos
azabaches y barba leve. Atractivo y musculoso. Representado a menudo en pesada
armadura completa de interior de cuero negro, placas de acero oscurecido y
partes de obsidiana. Armado normalmente con un espadón a dos manos de un palmo
de ancho. Suele estar presente en muchos gritos de batalla y cánticos
militares. Sus símbolos son el yelmo negro con penacho rojo y el espadón saithan. Hijo de Aeisen y Mäywen y
hermano menor de Bramdthaxos y Estelle.
Ø
Vemeria: Diosa
de la naturaleza, los bosques, la tierra, las montañas y la vegetación.
Especialmente venerada en el ámbito rural y al paso por espacios de frondosa
vegetación. Se la representa como una mujer de largos cabellos dorados rizados
que llegan hasta el suelo, a su paso el musgo crece y las flores se abren. Se
la presenta vestida con una túnica verde a cuerpo entero o en ocasiones con un
vestido confeccionado con raíces y hojas, siempre descalza. Sus símbolos son la
corona de orquídeas. Esposa de Ötalos y madre de Zephos y Kayreïa.
Ø Zephos: Dios de los vientos, el cielo,
las aves, las corrientes y el clima. Se le representa como un joven de pelo
rubio y ondulado pero corto. A sus espaldas crecen dos voluminosas alas con
plumas de tonalidades azules claras. Vestido con un chaleco de cuero y bajo
ello una túnica azul claro de seda. Es acompañado a menudo por un halcón y un
águila, que representan los vientos rápidos y fuertes, y le sirven de
guardianes. Es hijo de Ötalos y Vemeria y hermano mayor de Kayreïa.
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