11 de febrero de 2014

Demomaquia (Capítulo II) | Secretos en la oscuridad

Capítulo II
Secretos en las Tinieblas
"Miradles, escondidos tras escudos verdes. Todos ellos morirán hoy. Y muchos de nosotros también caeremos con honores. La última barrera que separa nuestra patria de la gloria. Las aguas de este río se han alimentado con miles de años de guerra. Nutridlas pues con su sangre, mis nobles hombres en armas."

La plaza está desierta y el frío de la mañana causa la insensibilidad en mis dedos. Estoy sentado en un banco adyacente a una casa, en el extremo suroeste de la plaza, a unas ciento cincuenta yardas del portón del templo. No debe haber llegado siquiera la octava hora y el sol aún no ha calentado sus fuegos como para permitirme ver la hora exacta en el enorme reloj de la torre. La plaza está desierta. Las puertas del templo están cerradas.

Es gigantesco, siempre que había pasado por delante de la fachada me había sentido como un insignificante grano de arena ante tal majestuosidad arquitectónica. Las grandes columnas con fustes detallados con imágenes de guerras y héroes sostenían un friso liso, sobre el cual se alzaba un frontón semicircular con un altorrelieve de la batalla del delta del Icos, donde tantos murieron hace tantos años. En el friso se alcanzaba a distinguir una inscripción ya casi ilegible en letras grabadas. Mi padre era arquitecto, recuerdo muchas cosas que me contó acerca del templo. El nombre oficial es Alto Templo de Astor el Protector. Fue construido en honor a la victoria de éste ante el señor Nar-Ermaugh Ethanestoff de Ifflehim, en el delta del río Icos, hace más de mil quinientos años. Según se dice en las antiguas escrituras, la litografía del frontón reza unas palabras que el propio Astor pronunció antes de entrar en combate: "Las aguas de este río se han alimentado con miles de años de guerra. Nutridlas pues con su sangre, hermanos". Pacíficas palabras para colocar en un edificio público, ciertamente. Tras esa victoria, Astor accedió al poder y tomó el título y cargo de Lord Protector de Daun y las Tierras del Ocaso, y dirigiría así al pueblo hacia la identidad unitaria y comenzaría el dominio milenario de Daun sobre el resto de ciudades y regiones.

La gente comienza a llegar al pasar el tiempo, se han colocado unas vallas de madera adornada con banderas y el blasón del Patriarca en telas, formando un pasillo desde la vía hasta el portón del templo, marcada por bellas alfombras. La plaza se llena de personas, curiosos madrugadores que esperan ver y recibir al extranjero noble que viene a arrodillarse ante su ciudad. La luz del sol matinal baña el espacio y el reloj de la torre se muestra ante todos los que se reúnen bajo su sombra. Queda poco para que llegue la duodécima hora.

Queda poco para que llegue el señor del este y el viejo salga a recibirle. Se oye un barullo proveniente del centro de la plaza. Miro de nuevo al reloj. El carruaje ha llegado. Entre tantos gritos, se frenan sus ruedas en la vía frente a la escalinata del templo, entre banderas y sobre una alfombra enorme que cubre una gran superficie. Se paran los caballos y los hombres del este rodean el transporte, protegidos por brillantes armaduras, capas verdes y con largas armas de acero hacen las veces de murallas humanas que separan al gentío del carro. Y entonces las inmensas puertas se abren, con un sonido sordo, y un frío aliento parece ser escupido por el interior del templo. Las gentes callan, y entre las sombras del interior aparece una figura ataviada en blanca túnica, con una barba gris que le llega a la altura del pecho. El Patriarca sale a la plaza y baja la escalinata acompañado de una comitiva de eclesiásticos, guardias personales y sirvientes. A su vez, la muchedumbre grita. Parece que el joven del este ha bajado de su carruaje.

Me levanto y me dirijo a mi objetivo. Miro una última vez a la torre y veo un brillo característico proveniente de una de las ventanas bajo el gran reloj. Estoy concentrado y decidido.

Y así me deslizo entre las figuras de la muchedumbre como entre la maleza de un manglar. Mi rostro ensombrecido bajo la capucha gris y me coloco el pañuelo tapando mis facciones. Se muestran reacios a dejarme paso, me cuesta avanzar entre tanta gente. Estoy a apenas unas veinte yardas del carruaje cuando de pronto los guardas empujan a las primeras filas de espectadores con hostilidad, protegiendo al señor y al Patriarca, haciendo pasar sus alabardas a escasas pulgadas del público. Los guardianes están colocados a cierta distancia el uno del otro, para cubrir un espacio mayor, habiendo una valla entre cada uno de ellos. Me muevo entre tanto caos rodeando el carruaje hasta poder ver a mis objetivos saludándose. Avanzo esquivando miradas y discretamente busco mi pistola de percusión enfundada a mi espalda bajo el abrigo. Paso a paso mi mano aferra el arma con mayor fuerza. Ya no hay vuelta atrás, los guardias me miran.

Me dispongo a saltar una de las vallas entre dos guardias rápidamente, aprovechando la cantidad de gente, la confusión me dará unos segundos de ventaja antes de que se echen sobre mí, quizás incluso pueda escapar. Un guardia me ha visto, me alerta, me señala, lo ignoro. Salto la valla y estoy a pasos del Patriarca, desconoce que a la espalda del noble se le aproxima la muerte. El guardia salta la valla, se disponen a reducirme. Desenfundo la pistola rápidamente, apunto al viejo sobre el hombro derecho del joven del este.

Un estruendo envuelve la plaza y todo se hunde en un silencio mortal. El noble se desploma. Me quedo paralizado, aún con el brazo en alto apuntando al frente, a la cabeza del Patriarca. Me paso la mano libre por mi cara, estoy empapado en sangre que no es mía. Vuelvo a alzar la mirada hacia el Patriarca, que me mira a los ojos aterrorizado antes de huir entre la marea de corazas que es su guardia personal, cuyo capitán, de alto penacho de color platino corre hacia aquí.

Vuelvo en mí y me doy la vuelta, los guardias parecen volverse locos y veo como la muchedumbre se dispersa mientras las alabardas cortan el aire y los gritos llenan el espacio. Rápidamente huyo e intento perderme entre el mar de gente. Las armaduras aplastan y empujan a los desafortunados que caen a su paso y derriban a muchos. Salgo del gentío y me dirijo a una callejuela donde quizás les pierda, pero cuando estoy a punto de entrar siento como un pico se hunde en mi gemelo. Me caigo contra el suelo frío y el guardia extrae el acero de mi carne y pone su arma en mi cuello. Cuando quiero darme cuenta estoy rodeado de ellos, con sus rodillas en mi sien y mis manos asfixiadas, inmovilizadas por una pareja de guardias.

Me levantan entre dos de ellos y me arrastran de rodillas hacía el templo, a nuestro paso me cruzo con persona que huyen heridas y guardias que reducen a otros. Cuando me acerco a la escalinata, tras pasar el carro del noble veo su cadáver, me arrastran sobre las alfombras y mis rodillas se impregnan de un rojo que no es mío. Siento como si se me quebrasen las piernas mientras me suben por las escaleras, mis meniscos chocando contra el duro mármol de la entrada al templo. Rápidamente me doy cuenta, mientras me levantan y me empujan hacia el interior del templo, que algo peor que la muerte me espera.

El interior del templo parece aún más grande que el exterior. Tras un pequeño espacio que comunica la entrada con el interior, de unos 12 pies de altura, se abre la inmensidad de la naos del Alto Templo de Astor el Protector. Una planta circular coronada por una cúpula semicircular que se eleva en los doscientos pies de altura en el óculo. Las paredes adornadas con mármoles blancos y frescos que narran mitos y proezas de personajes casi olvidados. El espacio en el suelo perpendicularmente correspondiente al óculo es un pozo circular, rodeado por las nueve estatuas de mármol de las nueve divinidades, cada una de unos cuarenta pies, con enormes pedestales circulares, separadas entre sí, cada una con su altar propio, elevándose majestuosas como prodigios escultóricos. Me arrastran bajo las cadenas de Fräerys y me lanzan contra el enorme pedestal de Aeisen, como queriéndome dejar las cosas claras. Desde allí me siento una pulga, una ínfima mota de polvo ante la enormidad de las estatuas. Sobre mí se alzan el poderoso Than, y Ötalos, Estella, Zephos, Vermeria, Kayreïa con sus flechas más grandes que dos hombres, el inmenso martillo de Bramdthaxos, la túnica de Mäywen con exquisitos detalles y las alas de Zephos casi impiden que la luz del mediodía pase por el óculo, ensombreciéndome. Y la derecha de la entrada se alza Neisth, con su máscara en el fondo de la capucha, y Lookth, que parece retorcer sus formas con sus saipers a la espalda; y a su lado Fraëris, tan extrañamente bella. Y a mi espalda se alza en su trono el señor gobernante Aeisen, que parece minar mi voluntad con el solo tacto de su mármol.

–¿Cuál es tu nombre? –preguntan–. Resuena el eco de la pregunta en las cavidades del templo y sale al cielo por el óculo de la cúpula. Me golpean una y otra vez sin darme ocasión ni tiempo a responder. Mi pierna aún rezuma sangre. No les diré nada, después de todo no voy a comprar mi vida con nada que pueda decir.

–¿Quién te envía? ¿A quién sirves? –continúan preguntando–. Más golpes. Brota sangre de mi boca. Y más. Balbuceo recuerdo que las palabras se convierten en balbuceos al pasar por mis labios ensangrentados, y con un último golpe de bota en la nariz me lanzan contra una columna. Un guardia desenvaina su espada y acaricia mi barbilla con su punta.

–Un balbuceo más y te abro en canal, asesino –se dirige a mí con prepotencia–. Vamos, te desafío a que lo vuelvas a hacer.

Levanto el brazo pidiéndole tiempo y con el otro tomo mi pistola, antes de que puedan alarmarse la lanzo al suelo. –Está... cargada –digo escupiendo el rojo–.

Otro guardia la toma, –El plomo sigue aquí –dice mientras comprueba que no miento–. Desde atrás se oyen pasos. El Patriarca se acerca con las manos entrecruzadas. Aparta dos guardias y se alza ante mí. No me habla, sólo me mira, como un hombre mira una hormiga en el suelo. Alza su mano y extrae una daga de la vaina en el pecho de uno de sus guardias mientras dos de ellos me obligan a que me arrodille ante él. El gemelo me quema y me veo en necesidad de apretar los dientes. Se acerca y en susurros me habla.

–No tienes pinta de ser un loco, ni un asesino de los Hijos de Libaris, después de todo no me has matado pudiendo haber acabado con el Ethanestoff y conmigo a la vez. ¿Quién eres joven? ¿Quién te ha enviado? ¿Por qué le has volado los sesos a Àn-Sether? –me pregunta–. Demasiadas preguntas y no conozco la respuesta a nada de lo que dice. Me siento perdido.

–Yo... no le... he volado los sesos a nadie –balbuceé entre los borbotones de sangre de mis labios–. Mi... arma... –consigo decir antes de que el Patriarca me interrumpa–.

–¿Y de dónde vino el disparo, pues? Yo mismo vi como sacabas tu arma y disparabas al joven por detras. ¡Maldita sea la gracia de los Doce! ¿Por qué mataste al Ethanestoff? –dijo mientras me apretaba la daga contra la clavícula–.

Le miro a los ojos y reúno suficiente coraje como para pronunciarme. –El Ethanestoff no me importa lo más mínimo, ni siquiera sé quién es. De mi arma no salió proyectil alguno, y esa bala llevaba tu nombre, viejo –dije temerario–.

La muerte me esperaba y la había aceptado ya. No quedaba esperanza alguna para mí. El viejo se alejó de mí. Me miró con furia. Furia que no estaba alimentada por pena hacia el muerto ni por sorpresa al ver mis objetivos, sino por miedo. Miedo porque se dio entonces cuenta de lo que iba a ocurrir. –Tiene miedo, ¿verdad? –le susurré–. Los dioses son débiles cuando el pueblo no tiene fe en ellos.

El anciano se quedó callado un momento. –¿Vas a morir por nada? –dijo recuperándose y mirándome por encima–. ¿Vas a gastar una larga vida por callar? ¿Por qué lo mataste? ¿Por qué me ibas a matar? ¿A él o a mí?

Tomé aire mientras miraba al suelo, mi cuerpo colgando de los brazos de los dos guardias.    –Mi padre... era arquitecto –dije–. Dirigió la recuperación de este mismo templo hace cinco años. Los conocías, viejo, a mi padre. Jensen Starvos. Le llamaban "Manos blancas", siempre tenía sus manos manchadas del polvo del mármol trabajado.

Mientras hablaba, el Patriarca se volvió hacia mí sorprendido. –¿Eres el hijo del arquitecto? –dijo con los ojos abiertos–.

–Mi padre trabajó largos meses en este lugar. Lo convirtió en su segunda casa, lo conocía al  detalle, mejor que a su propio hogar, mejor que al cuerpo de mi madre –aspiré con fuerza–. Conocía todos sus... secretos.

Hubo un largo silencio, interrumpido por el Patriarca. Empujó a los guardias que me sujetaban y me agarró del cuello. A pesar de la edad, sentí fuerza en la tenaza de carne que me aprisionaba. Me arrastró como pudo mientras llamaba a su capitán para que le ayudase. –Dos más guardad la entrada a la Sala Roja, ¡el resto salid a la plaza y acabad con el caos de las calles! –ordenó a sus guardias–.

La sala roja era una estancia interior, al norte del centro de la cúpula en la sala principal, a la espalda de la estatua de Aisen. Era un espacio ovalado, de quince pies de altura, con una estatua de mármol de un guerrero con un yelmo y capa. La estatua se situaba sobre un pedestal rectangular, que en realidad era la tumba del rey Astor el Protector. Un descanso eterno para un monarca. A su alrededor, a lo largo del óvalo, se sucedían unas cincuenta columnas de tumbas de soldados que murieron en el delta del Icos, organizadas hasta en cinco pisos que llegaban hasta el techo. Acompañarían al rey más de doscientos cincuenta fieles guerreros muertos, en eterna guardia junto a su señor. El patriarca y su capitán me arrastraron circunvalando la estatua central, que parecía juzgarme con su lanza mientras yo me postraba arrodillado ante él. En el otro extremo de la estancia se abría un nicho con una pila, y sobre ella una balda de piedra sujetando un cáliz de plata y rubíes. El patriarca tomó el cáliz y presionó la balda sobre la que se encontraba.

Se oyó un sonido fuerte tras el nicho y la corriente pasó por una pequeña puerta secreta tras la roca. Ante ellos unas escaleras que descendían hacia la oscuridad. El espacio ya no estaba cuidado, no había mármol, ni azulejos rojos ni estatuas gloriosas. Un angosto pasillo interminable de piedra sin trabajar recubierta de musgo y una humedad que ahogaba el aliento.

–Estos son los secretos que desenterró tu padre del olvido, ¿no es cierto? –dijo el Patriarca mientras miraba al horizonte oscuro–.

No pude evitar la congoja. Ante mí nacía un pasaje de apenas nueve pies de altura por cuatro de ancho, flanqueado en las paredes por nichos y tumbas. Un cementerio largo tiempo olvidado que llegaba más allá de donde la vista se perdía en la oscuridad. En cada lado del pasillo unas 4 filas interminables, unas sobre otras de féretros de piedra, ataúdes encajonados.

–Las catacumbas... –se me escaparon las palabras, ya con la sangre de los labios seca. Miré al patriarca desafiante–. Matasteis a mi padre cuando descubrió esto, ¿verdad?

–La historia la escriben los que salen vivos del infierno, chico –dijo el viejo–. Astor ganó en el delta, y a pesar de que los libros dicen que la victoria se saldó con sólo doscientas cincuenta bajas de nuestro bando, cierto es que esos libros los escribimos nosotros. El mito de tan gloriosa y absoluta victoria ensombreció la verdad de lo que ocurrió aquel día: una victoria pírrica. Los doscientas cincuenta que murieron acorde a las historias restan en la sala roja, hijos de nobles, de comerciantes y burgueses. Aquí, en estas catacumbas descansan los doce mil restantes que murieron aquel día, desgraciados y marginados, huérfanos de padres muertos antes de tiempo, hijos de obreros y ciudadanos de última clase a quien se supone nadie echaría de menos.

Un silencio se apoderó del lugar. La lengua ya no quería hablar más. –¿Por qué? –exclamé–. ¿Por qué olvidarles?

–¿Crees que Astor habría contado con el apoyo de la nobleza y de la burguesía para alcanzar el poder si se supiese que había enviado a más de diez mil hombres a la muerte? Aquél día doce mil de los nuestros cayeron ante nueve mil hombres de Eryediff. Ganamos militarmente. Perdimos humanamente. A la vuelta, el rey entró a la ciudad acompañado de ocho mil triunfales supervivientes y seguido de carros cargados con toneladas de cadáveres. Según el Lord dijo, eran los cadáveres del enemigo, que gracias a su bondad yacerían en nuestra ciudad, como rivales honorables. –el viejo paró y miró al horizonte negro de ese pasillo interminable–. Mentira. Los cuerpos de los nueve mil de   Nar-Ermaugh se pudrían en el delta, corrompido por la muerte y convertido en un pantano. La carnaza que había entrado en la ciudad era la de los hombres del rey Protector, hijos de padres y madres de Daun y las Tierras del Ocaso, muertos por la urbe que habían jurado proteger. Después de todo, creía que dándoles entierro la misma diosa Estella perdonaría su incompetencia militar. No sé si abandonarlos en las catacumbas puede denominarse “enterramiento”, pero aquí yacen olvidados, habiéndose sacrificado en vida y en muerte por el estatus de su rey. Nuestra ciudad es lo que es hoy por su muerte y su olvido. Nuestros últimos mil quinientos años se han basado en esta mentira.

Un extraño sentimiento recorría mi cuerpo. Las tumbas parecían dejar escapar tímidos suspiros secos en la estancia inundada por un aire pesado y pegajoso. Me llegaba a sentir culpable. Eran desgraciados, pobres hombres injustamente olvidados.

–Tu padre murió por eso, chico. Descubrió la Tumba de los Olvidados. No nos podíamos arriesgar a que hablase. Durante siglos hemos intentado recobrar las relaciones con Ifflehim, pactar una paz tras tantos años de odio y rencor, de resistencia a pesar de que pensaban que éramos infinitamente superiores tras ver que doscientos cincuenta hijos del Ocaso valen por nueve mil hombres de Eryediff. Lograr de una vez por todas la dominación de Daun sobre Eryediff, de forma pacífica –El viejo tenía un brillo extraño en sus ojos mientras hablaba y el aire parecía más cargado–. Tu padre querría honrar a los que aquí restan, pero este descubrimiento habría hecho fuertes a Ifflehim, se habrían levantado en armas al ver que después de todo nosotros no éramos tan superiores como ellos creen y el intento de paz sería un fracaso. Logramos silenciarle. Pero tú, bastardo, tú has matado al hijo del señor de Ifflehim; y con ello viene la guerra. ¿Aún no tienes nada que decir?

–Sí... –dije con una mueca sonriente–. Que yo no he matado a nadie, y de haberlo hecho te habría matado a ti, cerdo –dije riendo, llevado por una extraña locura–. Y... viendo lo que se os viene encima... creo que vais a tener que ampliar este sitio.

El viejo me miró con ojos y ceño fruncido y de una patada en la mandíbula noté como mis huesos se rompían y me lanzó al suelo de las catacumbas. Antes de que pudiese abrir los ojos tras el golpe sentí cómo me pisó la cabeza hasta que mis risas cesaron y dejé de sentir nada.


Demomaquia (Capítulo I) | El Trueno y el Espejo

Capítulo I
El trueno y el espejo

"Brilla mi hoja con un frío destello como al sol del atardecer. Mi acero es fiel y sirve a la justicia, con muescas que narran sus victorias."


En mi torre los relojes acercan su brazo a la duodécima hora del día. Me encuentro sentado, espalda contra la pared bajo una amplia ventana en la estancia, acompañado de los mecanismos que hacen que funcione el tiempo. Presido en esta posición, a unos doscientos setenta pies de altura sobre el centro de la inmensa plaza, el encuentro que se llevará a cabo a los pies del inmenso templo que se encuentra a mis espaldas. La plaza se asfixia, calculo con poca precisión unas seiscientas, quizás ochocientas personas que se han acercado a lo largo de la mañana y forman un caótico tumulto frente al edificio.

Gracias a un pequeño agujero producto de un ladrillo ya perdido a mi derecha y tomando mi cuchillo en el ángulo perfecto puedo verles aparecer reflejados en la hoja, a lo lejos. Llega la jauría del Patriarca, una comitiva de una treintena de guardias. Puedo distinguir entre sus manos lo que parecen modernos mosquetes de pedernal, alabardas y lucernes, corazas de metal y yelmos cerrados coronados con penachos rojos que recorrían sus espaldas, como crines de caballos. Eran fortalezas andantes, inexpugnables e invencibles. Soldados de élite, producto de años de formación, decididos a sangrar por lo que representaba el templo a sus espaldas. Que parecían ciegos con minúsculos vanos en sus yelmos por los que apenas podrían ver o respirar.

Comienzan a colocarse en una hilera doble, creando un pasillo que une el inmenso portón del templo con la vía que cruza la plaza. Suenan trompetas. Ya vienen.

Las decenas de voces y diferentes conversaciones que tenían lugar en la plaza se silencian gradualmente cuando un carruaje entra en la plaza por el lado este. De madera de calidad, oscurecido con barnices y embellecido con telas verdes que ondean tras de sí con gracia. Lo guían tres pares de majestuosos caballos de piel oscura y crines tintadas de verde. Las gentes han inundado la plaza y son separadas de la vía que atraviesa el carruaje por guardias del patriarca, con alabardas en mano, como columnas que separan a unos y otros. Preparo mi Ébano.

Ellos tendrán mosquetes, yo tengo algo incluso mejor. Venida del este, un prototipo de arma de fuego sustancialmente más precisa que las suyas. Lo llaman fusil. Esta es mi Ébano. Pesa dieciséis libras y tiene un cañón estriado de cuatro palmos, que hace que la munición tenga tal poder de penetración y alcance que puede atravesar una coraza de bronce a trescientas yardas.

Una compleja recámara permite disparar cuatro veces rápidamente mediante un mecanismo de cerrojo antes de tener que prepararla de nuevo. En mis bolsillos guardo una docena de proyectiles, puntiagudos como estiletos que atraviesan hierro, carne y hueso. Acarician el metal de las entrañas del fusil y coloco una bala, cierro la cámara y con la palanca la cargo. Mi Ébano. Un sistema de miras de aumento, un prodigio telescópico sobre el cañón, me ayudará a tener una vista privilegiada sobre el encuentro. Estaré a apenas unas doscientas yardas del carruaje, nada que no haya hecho ya. Se ha bajado.

Se baja orgulloso entre trapos glaucos, el ruido de las grebas chocando contra el suelo se oye en toda la plaza, con sus galas, capa esmeralda y una coraza de acero con incrustaciones de argenta y esmeraldas. A su cintura, su espada, un estoque con filo cortante. Es joven, apenas rondará los veinticinco años. De pelo lacio a la altura de su mentón, ligera barba, facciones suaves y unos ojos afilados que sonríen falsamente a su anfitrión. Su nombre es Àn-Sether, de la familia Ethanestoff, segundo hijo del señor de Ifflehim y segundo portador del nombre en el linaje de los Ethanestoff, reciente protegido del patriarca, una pieza clave del plan dado a continuar el orden establecido. Porta el título de Àn, señal de que es hijo del señor de Ifflehim y perteneciente a la casta de los antiguos monarcas del sureste, antaño grandes dirigentes desde la ciudad de Ifflehim. Hoy en día es una dinastía decadente de un reino subyugado que no es ni la sombra de lo que fue. Las ansias de recobrar el prestigio se pueden sentir en sus acciones recientes. Sé lo que pasa aquí, y aquí estoy para que no ocurra.

Se daban la mano, como amigos de toda la vida, más no era esa amistad más falsa que las verdes melenas de sus monturas, una red de mentiras y traiciones conjuntas de doble dirección, y siempre pierde el más débil que no es otro que aquellos que llenan la plaza.

Cruzó mi mente volarle los sesos al Patriarca, pero no era el momento. Todo a su tiempo, decía mi abuelo, o todo esto será en vano. Esto es una pieza más en el puzle que derribará sus esquemas.
Había viajado Àn-Sether Ethanestoff desde Ifflehim en nombre de su padre, el señor de la ciudad y las tierras de Eryediff, Nar-Setheyros. Su misión tenía fines diplomáticos, pretendía el señor rendirse ante sus históricos contrincantes y considerar las ofertas de paz y acuerdos políticos y económicos que el consejo del Lord Protector Aythom, señor de la ciudad, le había estipulado. La antigua urbe de Ifflehim se rendía ahora ante el poderío de esta, la ciudad de Daun. Pero eso sería al alba del mañana, hoy Àn-Sether acaba de llegar triunfal a Daun y el Patriarca, como falso mesías de la neutralidad en este conflicto se ofreció a recibirle en el Alto Templo de Astor. Mientras observo el encuentro recuerdo por qué estoy aquí, porque debo hacer esto, por qué quiero hacer esto. Me lo han puesto demasiado fácil.

Ajusté la mira hasta conseguir una imagen tan nítida que podía ver las gotas de sudor resbalando por su frente. El puerco se asa en su horno de metal mientras habla con el viejo. Apunté ligeramente sobre la cabeza del objetivo para compensar la caída del proyectil, tomé aire y lo solté lentamente entre los labios con un tímido silbido.

Un mínimo golpe de dedo índice, un estallido ensordecedor, una violenta sacudida en la cabeza del noble y una calma incómoda. De pronto, todo se para. Cesa el clamor de las muchedumbres ante el eco del trueno, acrecentado por las corazas de los guardias. Las palomas en la plaza nublan el cielo huyendo del estruendo en bandada. Las sombras de sus alas oscurecen las armaduras pálidas.

El Patriarca dedica una última sonrisa afectuosa al joven  del este, que lentamente pasa a una mueca de confusión para llegar a una de terror. Y entonces, entre tal silencio, se desploma un cuerpo sobre las alfombras colocadas en la plaza, y poco a poco tornan a un brillante tono carmesí, que sirve de espejo en el cual se reflejan las palomas que se alejan hacia las alturas.

Y entonces, el silencio cae víctima de los gritos agudos de la gente mientras los guardias se percatan de lo ocurrido y preparan sus mosquetes apuntando en todas direcciones. Los protectores disuelven a la muchedumbre buscando autores de tal hecho, a alguien sospechoso, con algún arma de fuego. La gente corre, y ante tal caos, los guardias enloquecen. Y mientras el cadáver de Àn-Sether yace sobre las alfombras empapadas, probablemente con un amplio vano en su cabeza y dos agujeros en sus sienes. Pronto estará frío.

 Mientras cuelgo mi Ébano a mi espalda y lo cubro con la capa veo desde mi posición cómo cogen a un hombre encapuchado que huía con el gancho de un lucerne y lo hieren de gravedad, me pregunto si lo usarán de chivo expiatorio. Me pesa el daño a los inocentes, pero no depende de mí, yo ya he cumplido, me toca desaparecer. Mi trabajo aquí, hoy, ha terminado. Y mientras bajo con cuidado por la cornisa exterior de la torre veo como bajo mí, en la plaza, la gente huye del espacio abierto y busca asilo en las calles sinuosas mientras que los guardias intentan guardar el perímetro. Allí a lo lejos veo cómo el portón se cierra y las blancas figuras del patriarca y varios de sus protectores se pierden en el interior del Alto Templo. Se han llevado a rastras a un hombre, dejando un rastro rojo en el suelo.


Y mientras, Àn-Sether sigue en su lecho de sangre, abandonado a los pies de la escalinata, cuando no hay guardias que lo protejan ni gentes que lo vitoreen.

Demomaquia (Apéndice I) | Los Doce



Los Doce
"sobre las divinidades del culto religioso desde la Tierras del Ocaso hasta más allá de Eryediff"

Ø  Aeisen: Dios del gobierno, la política, la ley, el derecho, el liderazgo, la burocracia y la civilización. Dios patrón de los gobernantes. Se le suele representar como a un hombre alto de cierta edad, de pelo corto y gris, barba afeitada con esmero e imagen potente. Ataviado con la túnica blanca y la franja roja, símbolo de poder. Suele descansar desde un trono de mármol de formas perfectas y ángulos rectos. Sus símbolos son el bastón de ébano y argenta, el trono de mármol blanco y las muñequeras de oro. Es marido de Mäywen y padre de Bramdthaxos, Estelle y Than.

Ø  Bramdthaxós: Dios de las ciencias, la tecnología, la construcción y la cartografía. Patrón de los trabajadores y artesanos. Se le venera en las forjas, fábricas y colegios. En algunas culturas se acorta su nombre a Bramd o se varía a Braindthaxós. Se le representa a menudo como un hombre de avanzada edad, de bigote y barba frondosa y de tonos rojizos, calvo y de piel morena y brillante. Se le representa manco, con una mano de oro blanco como prótesis en su derecho. Viste traje de cuero resistente, guante y botas reforzadas. Su vestimenta cuenta con placas de cerámica que lo protegen en el ámbito de trabajo. Se le atribuye el desarrollo de la tecnología y es creador de algunos artilugios usados por otras divinidades. Sus símbolos son la maza de obsidiana, el yunque y el mapa. Es hijo de Aeisen y Mäywen y hermano mayor de Estelle y Than.

Ø  Estelle: Diosa del honor, la filosofía, la inteligencia, la sabiduría, la dialéctica y la oratoria, la mediación y la justicia, las artes, la guerra, la estrategia, la paz y la astronomía. Venerada en muchos ámbitos y momentos, Estelle es la diosa de la guerra como último recurso, prefiriendo el diálogo y la mediación antes que el conflicto violento. Ante todo, busca la paz. En su honor se nombra la Ley de Estelle, a la cual en un conflicto las partes se pueden acoger para que este se decida en un combate entre cada uno de los representantes de las partes (Soliendo tratarse de los líderes o mejores combatientes). El combate no tiene por qué acabar en la muerte de uno de los contendientes, aceptándose la victoria por rendición o desarme, derribo y sumisión. Este concepto del honor y la guerra difieren con los de su hermano menor. Se la suele representar con una túnica de cuerpo entero y sobre ella una coraza dorada y capa añil. Su símbolo es el yelmo dorado con penacho azul, la lanza de hoja curva o lanza saeria o estelada y el escudo de la madre o Mäyshed. Hija de Aeisen y Mäywen y hermana de Bramdthaxos y Than.

Ø  Fräerys: Diosa de la libertad, la bohemia, la independencia, la desobediencia, la soledad y la acracia. Venerada en épocas de crisis y revuelta. Se la representa con pelo muy corto, negro como pico de cuervo o con tintes rojos oscuros, delgada y de pechos pequeños, ataviada con una camisa blanca de seda, chaleco de cuero, pantalones que la llegan más allá de las rodillas y pañuelos a su cintura y cuello. Sus símbolos son las cadenas rotas, a menudo en sus muñecas o tobillos. Es hija de Naisth y hermana de Lookth.

Ø  Kayreïa: Diosa de la fauna terrestre, la caza, la supervivencia, la suerte, el azar, la juventud, la inocencia y la virginidad. Diosa joven, ágil y hábil. Se la representa a menudo con una ligera pieza de tiras de cuero en su torso, bajo esto una camisa de algodón y un pantalón de cuero pardo. Calza botas y cuenta con un cinturón de raíces de su madre. Suele estar armada con un arco y flechas de punta de obsidiana adornadas con plumas de faisán, presente de su padre. Le suele acompañar un colibrí azul de vuelo más veloz que la más ávida de las rapaces, presente de su hermano. En representaciones más recientes puede contar con un mosquete con proyectiles de obsidiana, sustituyendo al arco. Hija de Ötalos y Vermeria, hermana menor de Zephos.

Ø  Lookth: Dios del caos, del asesinato, la locura, la mentira y el engaño, el sigilo, la oscuridad, la crueldad y la violencia fuera de la batalla. Variación en la escritura, Lookz en ciertas culturas. No suele ser venerado por ningún colectivo. Quizás la divinidad con la concepción más negativa. Se le representa muy pocas veces y su culto a veces aparece con aspecto caricaturesco. Sus imágenes lo presentan como una figura delgada, alta, de largas piernas y brazos, encapuchado, con una vestimenta de cuero a cuerpo completo, guantes, botas y media capa negra. Sus símbolos son el cuchillo, la hoja corta, el estileto o más comúnmente, el saiper. Hijo de Neisth.

Ø  Mäywen: Diosa del parentesco, la descendencia, el nacimiento, la fertilidad, la unión conyugal, el amor, el sexo y la lujuria. Se la representa como una mujer alta, de cabellos largos hasta la altura de los codos, ondulados y castaños, bellos pechos y grácil figura. Ataviada con una pieza de marfil y diamantes en su cabello y una túnica de tela beige con detalles dorados. Cuando se desea acrecentar su faceta como diosa del sexo y la lujuria suele representarse con un trozo de tela al viento que tapa sus pechos y sexo y, más a menudo, desnuda al completo. En ocasiones esto último se acompaña con una venda en sus ojos. Sus símbolos son la diadema de marfil y diamantes. Es esposa de Aeisen y madre de Bramdthaxos, Estelle y Than.

Ø  Naisth: Dios de la muerte, la desolación, el dolor, el sueño, el silencio y la tristeza. Llamado también Narseth en Eryediff y Deisth en ciertas culturas. Puede presentar una variación en su escritura, Naisz o Deisz. Se le representa como un hombre con una máscara de mármol fundida a su cara, inexpresiva. Su piel es gris, a veces azulada. Viste una túnica negra y una capa del mismo color, a menudo también encapuchado. En sus imágenes suele aparecer con una mano aguantando sus vestimentas y su otra mano, de aspecto enfermizo y muerta, desnuda y alzada. Engendró sin madre a sus hijos, Libaris y Lookth. En ocasiones se le representa como una divinidad sin sexo preciso. A pesar de su aspecto de divinidad negativa, tiene un papel más bien imparcial y neutral.

Ø  Ötalos: Dios de los océanos, los mares, las tormentas, las mareas y la fauna marina. Patrón de los navegantes, quienes suelen encomendarse a él antes de embarcar. Se le representa como un hombre con cierta edad pero fuerte, alto, de largos cabellos y barba canosa, piel rosada y vestido sólo con una túnica de seda blanca en su cintura. Sus símbolos la vieira dorada, el collar de coral y un bastón largo de obsidiana. En culturas no limítrofes con la costa, áridas o muy alejadas del mar; Ötalos suele representarse como Ötalos El Peregrino. Se le representa aquí como a un anciano de aspecto débil y encorvado que se apoya en su bastón. Conserva la mayoría de sus símbolos y vestimenta, a la cual se le añade un hábito de tonos pardos con una capucha. A sus atribuciones anteriores se le añaden especialmente la de dios de los viajes, las fuentes y los caminos. Es marido de Vemeria y padre de Zephos y Kayreïa.

Ø  Than: Dios de la violencia, la guerra, la sangre, la batalla, el honor y el éxtasis en combate las masacres, el fuego y las armas. Venerado especialmente en muchas culturas del norte donde puede variar su nombre a Thayn. En el sur suele ser conocido como Zan o Zayn. Dios belicoso, representado a menudo como un hombre alto, joven y fuerte, de cabellos azabaches y barba leve. Atractivo y musculoso. Representado a menudo en pesada armadura completa de interior de cuero negro, placas de acero oscurecido y partes de obsidiana. Armado normalmente con un espadón a dos manos de un palmo de ancho. Suele estar presente en muchos gritos de batalla y cánticos militares. Sus símbolos son el yelmo negro con penacho rojo y el espadón saithan. Hijo de Aeisen y Mäywen y hermano menor de Bramdthaxos y Estelle.

Ø  Vemeria: Diosa de la naturaleza, los bosques, la tierra, las montañas y la vegetación. Especialmente venerada en el ámbito rural y al paso por espacios de frondosa vegetación. Se la representa como una mujer de largos cabellos dorados rizados que llegan hasta el suelo, a su paso el musgo crece y las flores se abren. Se la presenta vestida con una túnica verde a cuerpo entero o en ocasiones con un vestido confeccionado con raíces y hojas, siempre descalza. Sus símbolos son la corona de orquídeas. Esposa de Ötalos y madre de Zephos y Kayreïa.

Ø  Zephos: Dios de los vientos, el cielo, las aves, las corrientes y el clima. Se le representa como un joven de pelo rubio y ondulado pero corto. A sus espaldas crecen dos voluminosas alas con plumas de tonalidades azules claras. Vestido con un chaleco de cuero y bajo ello una túnica azul claro de seda. Es acompañado a menudo por un halcón y un águila, que representan los vientos rápidos y fuertes, y le sirven de guardianes. Es hijo de Ötalos y Vemeria y hermano mayor de Kayreïa.