17 de marzo de 2014

Historia del quincuagésimo noveno segundo de un reloj

Hermano, quédate. Le dice, le susurra, le grita; en una eternidad cronológicamente efímera. Le sana, le llora, le extraña aún sin marchar. Le acuesta en un lecho vegetal, le limpia de violencia.
Y le tomó con gentileza por la nuca y posa su mano restante sobre el pecho, notando el aliento que nace al ocaso de la vida; para ser súbitamente correspondido cuando le es agarrado su antebrazo por una mano moribunda, pero fuerte y tenaz.
Y se pierde, dormido, en un mar de trigo; en praderas de bronce bajo aquél su abrigo solar, cálido, de mil haces venidos a su cuerpo como la lanza al torso del hijo.
Y siente las espigas aplastadas a su espalda, acariciándolo rudamente como lija la arena húmeda. Y la estrella del mar de éter le cegó lentamente, hacia el blanco más brillante, guía de la inconsciencia, patria de mil sueños.
Se acerca ante él la chica que se alimentara de corazones, que vestía trajes de dagas, de gloss color sangre seca. Un rubí pálido, que ardía, que dolía acariciar. Suave y cortante, envenenada de morfina y cerveza. Con labios brillantes que liberan formas de humos azulados.
Y ya no hay debilidad, ni sequedad en su garganta, ni huesos molidos ni arterias secas. Que todo fluye alrededor de una cadera. Que todo es éxtasis en las fibras de un cabello y que todo es suave en su piel, en su espalda.
Que ya no duele, que no me sanen. Que ya no temo, que no me lloren. Que ya no aflige, que no me extrañen.