Capítulo I
El trueno y el espejo
"Brilla mi hoja con un frío destello como al sol del
atardecer. Mi acero es fiel y sirve a la justicia, con muescas que narran sus
victorias."
En mi torre los relojes acercan
su brazo a la duodécima hora del día. Me encuentro sentado, espalda contra la
pared bajo una amplia ventana en la estancia, acompañado de los mecanismos que
hacen que funcione el tiempo. Presido en esta posición, a unos doscientos setenta pies de
altura sobre el centro de la inmensa plaza, el encuentro que se llevará a cabo
a los pies del inmenso templo que se encuentra a mis espaldas. La plaza se
asfixia, calculo con poca precisión unas seiscientas, quizás ochocientas
personas que se han acercado a lo largo de la mañana y forman un caótico
tumulto frente al edificio.
Gracias a un pequeño agujero
producto de un ladrillo ya perdido a mi derecha y tomando mi cuchillo en el
ángulo perfecto puedo verles aparecer reflejados en la hoja, a lo lejos. Llega
la jauría del Patriarca, una comitiva de una treintena de guardias. Puedo
distinguir entre sus manos lo que parecen modernos mosquetes de pedernal,
alabardas y lucernes, corazas de metal y yelmos cerrados coronados con penachos
rojos que recorrían sus espaldas, como crines de caballos. Eran fortalezas
andantes, inexpugnables e invencibles. Soldados de élite, producto de años de
formación, decididos a sangrar por lo que representaba el templo a sus
espaldas. Que parecían ciegos con minúsculos vanos en sus yelmos por los que
apenas podrían ver o respirar.
Comienzan a colocarse en una
hilera doble, creando un pasillo que une el inmenso portón del templo con la
vía que cruza la plaza. Suenan trompetas. Ya vienen.
Las decenas de voces y diferentes
conversaciones que tenían lugar en la plaza se silencian gradualmente cuando un
carruaje entra en la plaza por el lado este. De madera de calidad, oscurecido
con barnices y embellecido con telas verdes que ondean tras de sí con gracia.
Lo guían tres pares de majestuosos caballos de piel oscura y crines tintadas de
verde. Las gentes han inundado la plaza y son separadas de la vía que atraviesa
el carruaje por guardias del patriarca, con alabardas en mano, como columnas
que separan a unos y otros. Preparo mi Ébano.
Ellos tendrán mosquetes, yo tengo
algo incluso mejor. Venida del este, un prototipo de arma de fuego
sustancialmente más precisa que las suyas. Lo llaman fusil. Esta es mi Ébano.
Pesa dieciséis libras y tiene un cañón estriado de cuatro palmos, que hace que
la munición tenga tal poder de penetración y alcance que puede atravesar una
coraza de bronce a trescientas yardas.
Una compleja recámara permite
disparar cuatro veces rápidamente mediante un mecanismo de cerrojo antes de
tener que prepararla de nuevo. En mis bolsillos guardo una docena de
proyectiles, puntiagudos como estiletos que atraviesan hierro, carne y hueso.
Acarician el metal de las entrañas del fusil y coloco una bala, cierro la
cámara y con la palanca la cargo. Mi Ébano. Un sistema de miras de aumento, un
prodigio telescópico sobre el cañón, me ayudará a tener una vista privilegiada
sobre el encuentro. Estaré a apenas unas doscientas yardas del carruaje, nada
que no haya hecho ya. Se ha bajado.
Se baja orgulloso entre trapos
glaucos, el ruido de las grebas chocando contra el suelo se oye en toda la plaza,
con sus galas, capa esmeralda y una coraza de acero con incrustaciones de
argenta y esmeraldas. A su cintura, su espada, un estoque con filo cortante. Es
joven, apenas rondará los veinticinco años. De pelo lacio a la altura de su
mentón, ligera barba, facciones suaves y unos ojos afilados que sonríen
falsamente a su anfitrión. Su nombre es Àn-Sether, de la familia Ethanestoff, segundo
hijo del señor de Ifflehim y segundo portador del nombre en el linaje de los
Ethanestoff, reciente protegido del patriarca, una pieza clave del plan dado a
continuar el orden establecido. Porta el título de Àn, señal de que es hijo del
señor de Ifflehim y perteneciente a la casta de los antiguos monarcas del sureste,
antaño grandes dirigentes desde la ciudad de Ifflehim. Hoy en día es una
dinastía decadente de un reino subyugado que no es ni la sombra de lo que fue.
Las ansias de recobrar el prestigio se pueden sentir en sus acciones recientes. Sé lo que pasa aquí, y aquí estoy
para que no ocurra.
Se daban la mano, como amigos de
toda la vida, más no era esa amistad más falsa que las verdes melenas de sus
monturas, una red de mentiras y traiciones conjuntas de doble dirección, y
siempre pierde el más débil que no es otro que aquellos que llenan la plaza.
Cruzó mi mente volarle los sesos
al Patriarca, pero no era el momento. Todo a su tiempo, decía mi abuelo, o todo
esto será en vano. Esto es una pieza más en el puzle que derribará sus
esquemas.
Había viajado Àn-Sether
Ethanestoff desde Ifflehim en nombre de su padre, el señor de la ciudad y las
tierras de Eryediff, Nar-Setheyros. Su misión tenía fines diplomáticos,
pretendía el señor rendirse ante sus históricos contrincantes y considerar las
ofertas de paz y acuerdos políticos y económicos que el consejo del Lord Protector
Aythom, señor de la ciudad, le había estipulado. La antigua urbe de Ifflehim se
rendía ahora ante el poderío de esta, la ciudad de Daun. Pero eso sería al alba
del mañana, hoy Àn-Sether acaba de llegar triunfal a Daun y el Patriarca, como
falso mesías de la neutralidad en este conflicto se ofreció a recibirle en el
Alto Templo de Astor. Mientras observo el encuentro recuerdo por qué estoy
aquí, porque debo hacer esto, por qué quiero hacer esto. Me lo han puesto
demasiado fácil.
Ajusté la mira hasta conseguir
una imagen tan nítida que podía ver las gotas de sudor resbalando por su
frente. El puerco se asa en su horno de metal mientras habla con el viejo.
Apunté ligeramente sobre la cabeza del objetivo para compensar la caída del
proyectil, tomé aire y lo solté lentamente entre los labios con un tímido
silbido.
Un mínimo golpe de dedo índice,
un estallido ensordecedor, una violenta sacudida en la cabeza del noble y una
calma incómoda. De pronto, todo se para. Cesa el clamor de las muchedumbres
ante el eco del trueno, acrecentado por las corazas de los guardias. Las
palomas en la plaza nublan el cielo huyendo del estruendo en bandada. Las
sombras de sus alas oscurecen las armaduras pálidas.
El Patriarca dedica una última sonrisa
afectuosa al joven del este, que
lentamente pasa a una mueca de confusión para llegar a una de terror. Y
entonces, entre tal silencio, se desploma un cuerpo sobre las alfombras
colocadas en la plaza, y poco a poco tornan a un brillante tono carmesí, que
sirve de espejo en el cual se reflejan las palomas que se alejan hacia las
alturas.
Y entonces, el silencio cae
víctima de los gritos agudos de la gente mientras los guardias se percatan de
lo ocurrido y preparan sus mosquetes apuntando en todas direcciones. Los
protectores disuelven a la muchedumbre buscando autores de tal hecho, a alguien
sospechoso, con algún arma de fuego. La gente corre, y ante tal caos, los
guardias enloquecen. Y mientras el cadáver de Àn-Sether yace sobre las
alfombras empapadas, probablemente con un amplio vano en su cabeza y dos
agujeros en sus sienes. Pronto estará frío.
Mientras cuelgo mi Ébano a mi espalda y lo
cubro con la capa veo desde mi posición cómo cogen a un hombre encapuchado que
huía con el gancho de un lucerne y lo hieren de gravedad, me pregunto si lo
usarán de chivo expiatorio. Me pesa el daño a los inocentes, pero no depende de
mí, yo ya he cumplido, me toca desaparecer. Mi trabajo aquí, hoy, ha terminado.
Y mientras bajo con cuidado por la cornisa exterior de la torre veo como bajo
mí, en la plaza, la gente huye del espacio abierto y busca asilo en las calles
sinuosas mientras que los guardias intentan guardar el perímetro. Allí a lo
lejos veo cómo el portón se cierra y las blancas figuras del patriarca y varios
de sus protectores se pierden en el interior del Alto Templo. Se han llevado a
rastras a un hombre, dejando un rastro rojo en el suelo.
Y mientras, Àn-Sether sigue en su
lecho de sangre, abandonado a los pies de la escalinata, cuando no hay guardias
que lo protejan ni gentes que lo vitoreen.
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