Capítulo II
Secretos
en las Tinieblas
"Miradles, escondidos tras escudos verdes. Todos ellos
morirán hoy. Y muchos de nosotros también caeremos con honores. La última
barrera que separa nuestra patria de la gloria. Las aguas de este río se han
alimentado con miles de años de guerra. Nutridlas pues con su sangre, mis nobles hombres en armas."
La plaza está desierta y el frío
de la mañana causa la insensibilidad en mis dedos. Estoy sentado en un banco
adyacente a una casa, en el extremo suroeste de la plaza, a unas ciento
cincuenta yardas del portón del templo. No debe haber llegado siquiera la
octava hora y el sol aún no ha calentado sus fuegos como para permitirme ver la
hora exacta en el enorme reloj de la torre. La plaza está desierta. Las puertas
del templo están cerradas.
Es gigantesco, siempre que había
pasado por delante de la fachada me había sentido como un insignificante grano
de arena ante tal majestuosidad arquitectónica. Las grandes columnas con fustes
detallados con imágenes de guerras y héroes sostenían un friso liso, sobre el
cual se alzaba un frontón semicircular con un altorrelieve de la batalla del
delta del Icos, donde tantos murieron hace tantos años. En el friso se
alcanzaba a distinguir una inscripción ya casi ilegible en letras grabadas. Mi
padre era arquitecto, recuerdo muchas cosas que me contó acerca del templo. El
nombre oficial es Alto Templo de Astor el Protector. Fue construido en honor a
la victoria de éste ante el señor Nar-Ermaugh Ethanestoff de Ifflehim, en el
delta del río Icos, hace más de mil quinientos años. Según se dice en las
antiguas escrituras, la litografía del frontón reza unas palabras que el propio
Astor pronunció antes de entrar en combate: "Las
aguas de este río se han alimentado con miles de años de guerra. Nutridlas pues
con su sangre, hermanos". Pacíficas palabras para colocar en un edificio
público, ciertamente. Tras esa victoria, Astor accedió al poder y tomó el
título y cargo de Lord Protector de Daun y las Tierras del Ocaso, y dirigiría
así al pueblo hacia la identidad unitaria y comenzaría el dominio milenario de
Daun sobre el resto de ciudades y regiones.
La gente comienza a llegar al
pasar el tiempo, se han colocado unas vallas de madera adornada con banderas y
el blasón del Patriarca en telas, formando un pasillo desde la vía hasta el
portón del templo, marcada por bellas alfombras. La plaza se llena de personas,
curiosos madrugadores que esperan ver y recibir al extranjero noble que viene a
arrodillarse ante su ciudad. La luz del sol matinal baña el espacio y el reloj
de la torre se muestra ante todos los que se reúnen bajo su sombra. Queda poco
para que llegue la duodécima hora.
Queda poco para que llegue el
señor del este y el viejo salga a recibirle. Se oye un barullo proveniente del
centro de la plaza. Miro de nuevo al reloj. El carruaje ha llegado. Entre
tantos gritos, se frenan sus ruedas en la vía frente a la escalinata del templo,
entre banderas y sobre una alfombra enorme que cubre una gran superficie. Se
paran los caballos y los hombres del este rodean el transporte, protegidos por brillantes
armaduras, capas verdes y con largas armas de acero hacen las veces de murallas
humanas que separan al gentío del carro. Y entonces las inmensas puertas se
abren, con un sonido sordo, y un frío aliento parece ser escupido por el
interior del templo. Las gentes callan, y entre las sombras del interior
aparece una figura ataviada en blanca túnica, con una barba gris que le llega a
la altura del pecho. El Patriarca sale a la plaza y baja la escalinata
acompañado de una comitiva de eclesiásticos, guardias personales y sirvientes.
A su vez, la muchedumbre grita. Parece que el joven del este ha bajado de su
carruaje.
Me levanto y me dirijo a mi
objetivo. Miro una última vez a la torre y veo un brillo característico
proveniente de una de las ventanas bajo el gran reloj. Estoy concentrado y
decidido.
Y así me deslizo entre las
figuras de la muchedumbre como entre la maleza de un manglar. Mi rostro
ensombrecido bajo la capucha gris y me coloco el pañuelo tapando mis facciones.
Se muestran reacios a dejarme paso, me cuesta avanzar entre tanta gente. Estoy
a apenas unas veinte yardas del carruaje cuando de pronto los guardas empujan a
las primeras filas de espectadores con hostilidad, protegiendo al señor y al
Patriarca, haciendo pasar sus alabardas a escasas pulgadas del público. Los
guardianes están colocados a cierta distancia el uno del otro, para cubrir un
espacio mayor, habiendo una valla entre cada uno de ellos. Me muevo entre tanto
caos rodeando el carruaje hasta poder ver a mis objetivos saludándose. Avanzo
esquivando miradas y discretamente busco mi pistola de percusión enfundada a mi
espalda bajo el abrigo. Paso a paso mi mano aferra el arma con mayor fuerza. Ya
no hay vuelta atrás, los guardias me miran.
Me dispongo a saltar una de las
vallas entre dos guardias rápidamente, aprovechando la cantidad de gente, la
confusión me dará unos segundos de ventaja antes de que se echen sobre mí, quizás
incluso pueda escapar. Un guardia me ha visto, me alerta, me señala, lo ignoro.
Salto la valla y estoy a pasos del Patriarca, desconoce que a la espalda del
noble se le aproxima la muerte. El guardia salta la valla, se disponen a
reducirme. Desenfundo la pistola rápidamente, apunto al viejo sobre el hombro
derecho del joven del este.
Un estruendo envuelve la plaza y
todo se hunde en un silencio mortal. El noble se desploma. Me quedo paralizado,
aún con el brazo en alto apuntando al frente, a la cabeza del Patriarca. Me
paso la mano libre por mi cara, estoy empapado en sangre que no es mía. Vuelvo
a alzar la mirada hacia el Patriarca, que me mira a los ojos aterrorizado antes
de huir entre la marea de corazas que es su guardia personal, cuyo capitán, de
alto penacho de color platino corre hacia aquí.
Vuelvo en mí y me doy la vuelta, los
guardias parecen volverse locos y veo como la muchedumbre se dispersa mientras
las alabardas cortan el aire y los gritos llenan el espacio. Rápidamente huyo e
intento perderme entre el mar de gente. Las armaduras aplastan y empujan a los
desafortunados que caen a su paso y derriban a muchos. Salgo del gentío y me
dirijo a una callejuela donde quizás les pierda, pero cuando estoy a punto de
entrar siento como un pico se hunde en mi gemelo. Me caigo contra el suelo frío
y el guardia extrae el acero de mi carne y pone su arma en mi cuello. Cuando
quiero darme cuenta estoy rodeado de ellos, con sus rodillas en mi sien y mis
manos asfixiadas, inmovilizadas por una pareja de guardias.
Me levantan entre dos de ellos y
me arrastran de rodillas hacía el templo, a nuestro paso me cruzo con persona
que huyen heridas y guardias que reducen a otros. Cuando me acerco a la
escalinata, tras pasar el carro del noble veo su cadáver, me arrastran sobre
las alfombras y mis rodillas se impregnan de un rojo que no es mío. Siento como
si se me quebrasen las piernas mientras me suben por las escaleras, mis
meniscos chocando contra el duro mármol de la entrada al templo. Rápidamente me
doy cuenta, mientras me levantan y me empujan hacia el interior del templo, que
algo peor que la muerte me espera.
El interior del templo parece aún
más grande que el exterior. Tras un pequeño espacio que comunica la entrada con
el interior, de unos 12 pies de altura, se abre la inmensidad de la naos del
Alto Templo de Astor el Protector. Una planta circular coronada por una cúpula
semicircular que se eleva en los doscientos pies de altura en el óculo. Las
paredes adornadas con mármoles blancos y frescos que narran mitos y proezas de
personajes casi olvidados. El espacio en el suelo perpendicularmente correspondiente
al óculo es un pozo circular, rodeado por las nueve estatuas de mármol de las
nueve divinidades, cada una de unos cuarenta pies, con enormes pedestales
circulares, separadas entre sí, cada una con su altar propio, elevándose
majestuosas como prodigios escultóricos. Me arrastran bajo las cadenas de Fräerys
y me lanzan contra el enorme pedestal de Aeisen, como queriéndome dejar las
cosas claras. Desde allí me siento una pulga, una ínfima mota de polvo ante la
enormidad de las estatuas. Sobre mí se alzan el poderoso Than, y Ötalos,
Estella, Zephos, Vermeria, Kayreïa con sus flechas más grandes que dos hombres,
el inmenso martillo de Bramdthaxos, la túnica de Mäywen con exquisitos detalles
y las alas de Zephos casi impiden que la luz del mediodía pase por el óculo,
ensombreciéndome. Y la derecha de la entrada se alza Neisth, con su máscara en
el fondo de la capucha, y Lookth, que parece retorcer sus formas con sus
saipers a la espalda; y a su lado Fraëris, tan extrañamente bella. Y a mi
espalda se alza en su trono el señor gobernante Aeisen, que parece minar mi
voluntad con el solo tacto de su mármol.
–¿Cuál es tu nombre? –preguntan–.
Resuena el eco de la pregunta en las cavidades del templo y sale al cielo por
el óculo de la cúpula. Me golpean una y otra vez sin darme ocasión ni tiempo a
responder. Mi pierna aún rezuma sangre. No les diré nada, después de todo no
voy a comprar mi vida con nada que pueda decir.
–¿Quién te envía? ¿A quién
sirves? –continúan preguntando–. Más golpes. Brota sangre de mi boca. Y más. Balbuceo
recuerdo que las palabras se convierten en balbuceos al pasar por mis labios
ensangrentados, y con un último golpe de bota en la nariz me lanzan contra una
columna. Un guardia desenvaina su espada y acaricia mi barbilla con su punta.
–Un balbuceo más y te abro en
canal, asesino –se dirige a mí con prepotencia–. Vamos, te desafío a que lo
vuelvas a hacer.
Levanto el brazo pidiéndole
tiempo y con el otro tomo mi pistola, antes de que puedan alarmarse la lanzo al
suelo. –Está... cargada –digo escupiendo el rojo–.
Otro guardia la toma, –El plomo
sigue aquí –dice mientras comprueba que no miento–. Desde atrás se oyen pasos.
El Patriarca se acerca con las manos entrecruzadas. Aparta dos guardias y se
alza ante mí. No me habla, sólo me mira, como un hombre mira una hormiga en el
suelo. Alza su mano y extrae una daga de la vaina en el pecho de uno de sus
guardias mientras dos de ellos me obligan a que me arrodille ante él. El gemelo
me quema y me veo en necesidad de apretar los dientes. Se acerca y en susurros
me habla.
–No tienes pinta de ser un loco,
ni un asesino de los Hijos de Libaris, después de todo no me has matado
pudiendo haber acabado con el Ethanestoff y conmigo a la vez. ¿Quién eres
joven? ¿Quién te ha enviado? ¿Por qué le has volado los sesos a Àn-Sether? –me
pregunta–. Demasiadas preguntas y no conozco la respuesta a nada de lo que
dice. Me siento perdido.
–Yo... no le... he volado los
sesos a nadie –balbuceé entre los borbotones de sangre de mis labios–. Mi...
arma... –consigo decir antes de que el Patriarca me interrumpa–.
–¿Y de dónde vino el disparo,
pues? Yo mismo vi como sacabas tu arma y disparabas al joven por detras. ¡Maldita
sea la gracia de los Doce! ¿Por qué mataste al Ethanestoff? –dijo mientras me
apretaba la daga contra la clavícula–.
Le miro a los ojos y reúno
suficiente coraje como para pronunciarme. –El Ethanestoff no me importa lo más
mínimo, ni siquiera sé quién es. De mi arma no salió proyectil alguno, y esa bala
llevaba tu nombre, viejo –dije temerario–.
La muerte me esperaba y la había
aceptado ya. No quedaba esperanza alguna para mí. El viejo se alejó de mí. Me
miró con furia. Furia que no estaba alimentada por pena hacia el muerto ni por
sorpresa al ver mis objetivos, sino por miedo. Miedo porque se dio entonces cuenta
de lo que iba a ocurrir. –Tiene miedo, ¿verdad? –le susurré–. Los dioses son
débiles cuando el pueblo no tiene fe en ellos.
El anciano se quedó callado un
momento. –¿Vas a morir por nada? –dijo recuperándose y mirándome por encima–. ¿Vas
a gastar una larga vida por callar? ¿Por qué lo mataste? ¿Por qué me ibas a
matar? ¿A él o a mí?
Tomé aire mientras miraba al
suelo, mi cuerpo colgando de los brazos de los dos guardias. –Mi
padre... era arquitecto –dije–. Dirigió la recuperación de este mismo templo
hace cinco años. Los conocías, viejo, a mi padre. Jensen Starvos. Le llamaban
"Manos blancas", siempre tenía sus manos manchadas del polvo del mármol
trabajado.
Mientras hablaba, el Patriarca se
volvió hacia mí sorprendido. –¿Eres el hijo del arquitecto? –dijo con los ojos
abiertos–.
–Mi padre trabajó largos meses en
este lugar. Lo convirtió en su segunda casa, lo conocía al detalle, mejor que a su propio hogar,
mejor que al cuerpo de mi madre –aspiré con fuerza–. Conocía todos sus...
secretos.
Hubo un largo silencio,
interrumpido por el Patriarca. Empujó a los guardias que me sujetaban y me
agarró del cuello. A pesar de la edad, sentí fuerza en la tenaza de carne que
me aprisionaba. Me arrastró como pudo mientras llamaba a su capitán para que le
ayudase. –Dos más guardad la entrada a
la Sala Roja, ¡el resto salid a la plaza y acabad con el caos de las calles! –ordenó
a sus guardias–.
La sala roja era una estancia
interior, al norte del centro de la cúpula en la sala principal, a la espalda de
la estatua de Aisen. Era un espacio ovalado, de quince pies de altura, con una
estatua de mármol de un guerrero con un yelmo y capa. La estatua se situaba
sobre un pedestal rectangular, que en realidad era la tumba del rey Astor el
Protector. Un descanso eterno para un monarca. A su alrededor, a lo largo del
óvalo, se sucedían unas cincuenta columnas de tumbas de soldados que murieron en el
delta del Icos, organizadas hasta en cinco pisos que llegaban hasta el techo.
Acompañarían al rey más de doscientos cincuenta fieles guerreros muertos, en eterna guardia
junto a su señor. El patriarca y su capitán me arrastraron circunvalando la
estatua central, que parecía juzgarme con su lanza mientras yo me postraba
arrodillado ante él. En el otro extremo de la estancia se abría un nicho con
una pila, y sobre ella una balda de piedra sujetando un cáliz de plata y
rubíes. El patriarca tomó el cáliz y presionó la balda sobre la que se
encontraba.
Se oyó un sonido fuerte tras el
nicho y la corriente pasó por una pequeña puerta secreta tras la roca. Ante
ellos unas escaleras que descendían hacia la oscuridad. El espacio ya no estaba
cuidado, no había mármol, ni azulejos rojos ni estatuas gloriosas. Un angosto
pasillo interminable de piedra sin trabajar recubierta de musgo y una humedad
que ahogaba el aliento.
–Estos son los secretos que
desenterró tu padre del olvido, ¿no es cierto? –dijo el Patriarca mientras
miraba al horizonte oscuro–.
No pude evitar la congoja. Ante
mí nacía un pasaje de apenas nueve pies de altura por cuatro de ancho,
flanqueado en las paredes por nichos y tumbas. Un cementerio largo tiempo
olvidado que llegaba más allá de donde la vista se perdía en la oscuridad. En
cada lado del pasillo unas 4 filas interminables, unas sobre otras de féretros
de piedra, ataúdes encajonados.
–Las catacumbas... –se me
escaparon las palabras, ya con la sangre de los labios seca. Miré al patriarca
desafiante–. Matasteis a mi padre cuando descubrió esto, ¿verdad?
–La historia la escriben los que
salen vivos del infierno, chico –dijo el viejo–. Astor ganó en el delta, y a
pesar de que los libros dicen que la victoria se saldó con sólo doscientas
cincuenta bajas de nuestro bando, cierto es que esos libros los escribimos
nosotros. El mito de tan gloriosa y absoluta victoria ensombreció la verdad de
lo que ocurrió aquel día: una victoria pírrica. Los doscientas cincuenta que
murieron acorde a las historias restan en la sala roja, hijos de nobles, de
comerciantes y burgueses. Aquí, en estas catacumbas descansan los doce mil
restantes que murieron aquel día, desgraciados y marginados, huérfanos de
padres muertos antes de tiempo, hijos de obreros y ciudadanos de última clase a
quien se supone nadie echaría de menos.
Un silencio se apoderó del lugar.
La lengua ya no quería hablar más. –¿Por qué? –exclamé–. ¿Por qué olvidarles?
–¿Crees que Astor habría contado
con el apoyo de la nobleza y de la burguesía para alcanzar el poder si se
supiese que había enviado a más de diez mil hombres a la muerte? Aquél día doce
mil de los nuestros cayeron ante nueve mil hombres de Eryediff. Ganamos
militarmente. Perdimos humanamente. A la vuelta, el rey
entró a la ciudad acompañado de ocho mil triunfales supervivientes y seguido de
carros cargados con toneladas de cadáveres. Según el Lord dijo, eran los
cadáveres del enemigo, que gracias a su bondad yacerían en nuestra ciudad, como
rivales honorables. –el viejo paró y miró al horizonte negro de ese pasillo
interminable–. Mentira. Los cuerpos de los nueve mil de Nar-Ermaugh se pudrían en el delta,
corrompido por la muerte y convertido en un pantano. La carnaza que había
entrado en la ciudad era la de los hombres del rey Protector, hijos de padres y
madres de Daun y las Tierras del Ocaso, muertos por la urbe que habían jurado
proteger. Después de todo, creía que dándoles entierro la misma diosa Estella
perdonaría su incompetencia militar. No sé si abandonarlos en las catacumbas
puede denominarse “enterramiento”, pero aquí yacen olvidados, habiéndose
sacrificado en vida y en muerte por el estatus de su rey. Nuestra ciudad es lo
que es hoy por su muerte y su olvido. Nuestros últimos mil quinientos años se
han basado en esta mentira.
Un extraño sentimiento recorría
mi cuerpo. Las tumbas parecían dejar escapar tímidos suspiros secos en la
estancia inundada por un aire pesado y pegajoso. Me llegaba a sentir culpable.
Eran desgraciados, pobres hombres injustamente olvidados.
–Tu padre murió por eso, chico.
Descubrió la Tumba de los Olvidados. No nos podíamos arriesgar a que hablase.
Durante siglos hemos intentado recobrar las relaciones con Ifflehim, pactar una
paz tras tantos años de odio y rencor, de resistencia a pesar de que pensaban
que éramos infinitamente superiores tras ver que doscientos cincuenta hijos del
Ocaso valen por nueve mil hombres de Eryediff. Lograr de una vez por todas la dominación
de Daun sobre Eryediff, de forma pacífica –El viejo tenía un brillo extraño en
sus ojos mientras hablaba y el aire parecía más cargado–. Tu padre querría
honrar a los que aquí restan, pero este descubrimiento habría hecho fuertes a
Ifflehim, se habrían levantado en armas al ver que después de todo nosotros no éramos
tan superiores como ellos creen y el intento de paz sería un fracaso. Logramos
silenciarle. Pero tú, bastardo, tú has matado al hijo del señor de Ifflehim; y
con ello viene la guerra. ¿Aún no tienes nada que decir?
–Sí... –dije con una mueca
sonriente–. Que yo no he matado a nadie, y de haberlo hecho te habría matado a
ti, cerdo –dije riendo, llevado por una extraña locura–. Y... viendo lo que se
os viene encima... creo que vais a tener que ampliar este sitio.
El viejo me miró con ojos y ceño
fruncido y de una patada en la mandíbula noté como mis huesos se rompían y me
lanzó al suelo de las catacumbas. Antes de que pudiese abrir los ojos tras el
golpe sentí cómo me pisó la cabeza hasta que mis risas cesaron y dejé de sentir
nada.